martes, abril 03, 2007

Introducción a la Epistemología Cuarta Parte

Pero los contextos determinantes son armaduras o configuraciones que han de ser dadas en el campo semántico. Asimismo, los principios pueden atravesar a muy diversas configuraciones, cubriéndolas a todas ellas. Por ello la mejor manera de alcanzar perspectivas capaces de envolver, aunque sea oblicuamente, a las configuraciones dadas en el eje semántico, pasará por el regressus a los ejes sintáctico y pragmático del espacio gnoseológico (en la medida en que ellos se crucen con el eje semántico). Distinguiremos, de esta manera, los principios sintácticos (principios diferenciados en el eje semántico, cuando se le considera desde el eje sintáctico) de los principios pragmáticos (principios diferenciados, en el eje semántico, cuando se le considera desde el eje pragmático).

Desde la perspectiva del eje sintáctico, los principios dados en el eje semántico podrán distinguirse como principios de los términos, principios de las relaciones y principios de las operaciones.

Los principios de los términos son los mismos términos «primitivos» del campo en tanto están enclasados y protocolizados. Los «principios de los términos» no son meramente conceptos o definiciones nominales o símbolos algebraicos, sino los términos mismos (los reactivos «titulados» de un laboratorio químico, los fenómenos ópticos analizados y «coordenados» que se registran en el radiotelescopio, en cuanto principios de la Astronomía). Los principios, en efecto, no tienen por qué presuponerse como si estuvieran dados de modo previo a la ciencia. Ellos son algo interno y dado en el campo de la ciencia, in medias res. De este modo el término «principio» alcanzará un sentido similar al que tiene en Medicina, por ejemplo, donde se habla de un «principio activo» («el acth es el principio activo de muchos fármacos destinados al tratamiento de la enfermedad de Addison»); un principio que, por sí sólo, no actuaría ni podría ser administrado. Un esquema material de identidad, en torno al cual cristalice un contexto determinante, será también un principio (por ejemplo, la circunferencia podrá considerarse como un principio de la Geometría).

Los principios de las relaciones podrían coordinarse con los axiomas de Euclides, y los principios de las operaciones con sus postulados. Habría una cierta base para reinterpretar con sentido gnoseológico (no meramente epistemológico) la distinción tradicional entre axiomas y postulados.

Esta concepción gnoseológica de los principios nos permite plantear cuestiones inabordables —o ni siquiera planteadas— por otras teorías de la ciencia, como la siguiente: «¿por qué el sistema de Newton tiene tres axiomas?» Esta cuestión, que está, sin duda, referida a los principios de las relaciones, podría sustanciarse, una vez fijados determinados resultados, como cuestión que tiene que ver con el análisis de los principios de los términos del sistema newtoniano. Supuesto que los términos del campo de la Mecánica pertenezcan a tres clases L, M, T, serían precisos tres principios de relaciones para fijar la conexión de los pares {L, M}, {L, T} y {M, T}.

Los postulados serán interpretados, principalmente, como «principios de cierre». Esto nos permitirá reinterpretar algunos principios (a pesar de que su formulación pueda sugerir incluso una intencionalidad metafísica) como principios de cierre. El «principio de Lavoisier», lejos de ser un principio cosmológico, cuasimetafísico («la materia no se crea ni se destruye»), sería un «principio de cierre» de la Química clásica («la masa, determinada por la balanza, ha de ser la misma antes y después de la reacción»).

Desde la perspectiva del eje pragmático habrá que distinguir principios que, aun proyectados en el eje semántico, puedan decirse principios de los autologismos (en cada categoría), principios de los dialogismos y principios normativos. Por ejemplo, la sustituibilidad entre los sujetos operatorios (sustituibilidad que tiene definiciones diferentes en Física, en Biología o en Ciencias Históricas), es un principio dialógico; los principios de la Lógica formal (no contradicción, tercio excluido, &c.), que también hay que aplicar a cada categoría (por ejemplo, el principio lógico «dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí», en el campo termodinámico, cuando se aplica a las temperaturas, equivale a la definición del termómetro), serían principios pragmáticos normativos.

Modos de las ciencias

El criterio para establecer los modos gnoseológicos —interpretados como vías hacia la construcción de configuraciones objetivas— lo tomamos del eje sintáctico. Pues lo que aquí hay que tener en cuenta son las maneras de operar con los términos y las relaciones dadas en los campos objetivos; o, lo que es equivalente, lo que hay que tener en cuenta son los tipos diversos de functores. Distinguiremos, generalizando una sugerencia de Curry, los siguientes cuatro tipos de functores: functores predicativos (los que forman predicados o relaciones a partir de términos, algebraicamente, por ejemplo: '<' en 'a < b'); functores nominativos (forman términos a partir de términos, por ejemplo '+', puesto que aplicado a 'a','b' obtenemos 'a+b'); functores conectivos y functores determinativos (forman términos a partir de predicados, por ejemplo 'i´P(x)'). Tomando como hilo conductor estos diversos tipos de functores distinguiremos los siguientes modos gnoseológicos:

(1) Modelos (correspondientes a los functores predicativos). Los modelos son «configuraciones» o «armaduras» que establecen relaciones definidas con términos del campo gnoseológico. Un contexto determinante puede considerarse como un modelo cuando sea fértil para determinar identidades sintéticas.

Utilizando la distinción entre relaciones isológicas y heterológicas, por un lado, y entre términos distributivos y atributivos, por otro, podríamos establecer la siguiente taxonomía de modelos:

(a) Metros (modelos isológicos atributivos): el sistema solar, será modelo-metro de planetas respecto satélites suyos o de otras galaxias; la familia romana de la época de la República es metro de la familia cristiana.

(b) Paradigmas (modelos isológicos distributivos): la tangente a la curva sería paradigma de la velocidad de un móvil; las superficies jabonosas son paradigmas de ciertos fenómenos de difracción de ondas de luz o de sonido.

(c) Prototipos (modelos heterológico atributivos): la vértebra tipo de Oken es prototipo del cráneo de los vertebrados.

(d) Canones (modelos heterológico distributivos): la fórmula de MacLaurin es canon de las funciones polinómicas; el gas perfecto es modelo canónico de gases empíricos.

(2) Clasificaciones (correspondientes a los functores determinativos). Las clasificaciones se entenderán como procedimientos que, a partir de relaciones dadas, establecen otros términos, simples o complejos, dentro del sistema. La construcción puede ser descendente (del todo a las partes) o ascendente (de las partes al todo); las totalidades pueden ser distributivas (diairológicas: el concepto estoico de diairesis, traducido al latín por divisio iba referido a las totalidades distributivas) o atributivas (nematológicas; a estas totalidades iba sin duda referido el concepto estoico de merismos, traducido al latín por partitio). Del cruce de estas opciones resultará la siguiente taxonomía de los modos de clasificación:

(a) Taxonomías (clasificaciones descendentes distributivas): por ejemplo, la clasificación de los poliedros regulares; la clasificación caracterológica de Heysmann.

(b) Tipologías (clasificaciones ascendentes distributivas): por ejemplo, la tipología de biotipos de Kretschmer.

(c) Desmembramientos o descomposiciones (clasificaciones descendentes atributivas): por ejemplo las «cortaduras» de Dedekind.

(d) Agrupamientos (clasificaciones ascendentes atributivas): por ejemplo, la clasificación de las áreas terrestres en cinco continentes, o la clasificación de los vivientes en cinco reinos. El concepto de «agrupamiento» puede considerarse como explícitamente incorporado a la metodología estadística, a través de la técnica del cluster.

(3) Definiciones (correspondientes a los functores nominativos). Son procedimientos que forman términos a partir de términos, sea por vía genética (los conceptos de secciones cónicas), sea por vía estructural (la ecuación de las cónicas).

(4) Demostraciones (correspondientes a los functores conectivos). Las cadenas hipotético-deductivas pueden ser modos gnoseológicos si son fértiles (por ejemplo, apagógicamente), para establecer identidades.

Una ciencia se desenvuelve por medio de un entretejimiento de los diversos modos gnoseológicos: la Biología, por ejemplo, utiliza modelos y demostraciones, pero también definiciones y clasificaciones. Una ciencia, históricamente dada, podría entenderse como un conjunto de definiciones, paradigmas, modelos y demostraciones entretejidos. Sin embargo, es interesante suscitar la cuestión de la posibilidad de diferenciar las ciencias según su mayor o menor propensión a utilizar alguno de los cuatro modos. Así mismo, podríamos tomar la taxonomía propuesta de los modos como criterio para obtener una clasificación de las diversas teorías de la ciencia. Según Leibniz, las ciencias tenderían a resolverse, sobre todo, en definiciones; en la tradición de Espeusipo y otros platónicos, las ciencias, sobre todo las ciencias naturales, se acogerían preferentemente al modo de la clasificación, de la taxonomía (de la «sistemática»); algunos conciben a las ciencias, o al menos a algunas ciencias, como «ciencias de modelos» (Papandreu concebía la Economía política como ciencia de modelos); y, por último, la tradición aristotélica, que llega a Stuart Mill, ve la ciencia, sobre todo, como una «cadena de demostraciones».

11. El cuerpo de una ciencia se nos ofrece como un complejo polimorfo, como un superorganismo compuesto de partes y procesos muy heterogéneos que van engranando los unos a los otros «por encima de la voluntad» de sus agentes, los sujetos operatorios. El cuerpo de una ciencia podría compararse también a un entretejimiento de mallas diversas, con hilos sueltos y con nudos flojos. Pero todo se disgregaría si, de vez en cuando, los hilos de la trama no se anudasen con los de la urdimbre por el vínculo cerrado por la identidad sintética en la que consiste una verdad científica. Ella confiere a la ciencia su auténtica forma. Una ciencia que no pudiese ofrecer verdades propias —es decir, identidades sintéticas sistemáticas— dejaría de ser una ciencia. También es cierto que la identidad sintética no siempre alcanza el mismo grado de plenitud: hablamos de «franjas de verdad», de grados de firmeza de los vínculos anudados por una identidad sintética.

Es en virtud de la doctrina de la verdad como identidad sintética por lo que la teoría del cierre categorial se opone a las otras tres familias de teorías de la ciencia: descripcionismo, teoreticismo y adecuacionismo. La mejor manera (por no decir la única) de determinar con alguna precisión estas diferencias es contrastarlas en situaciones o en procesos concretos (matemáticos, termodinámicos, químicos¼), tratando de establecer las diferencias de análisis y de interpretación que las diversas teorías de la ciencia pueden ofrecer de estos mismos procesos o situaciones. En este lugar nos limitaremos a reproducir la exposición comparativa ofrecida en otro lugar (TCC 1:164-172) de los análisis que las diferentes teorías de la ciencia que venimos considerando podrían instituir en torno a un teorema geométrico muy sencillo, el teorema según el cual el área S de un círculo de radio r se expresa por el producto pr² (si insistimos en el análisis de este teorema geométrico —en lugar de ofrecer el análisis comparativo de algún teorema físico o biológico— es debido a la claridad del análisis comparativo que propicia el teorema geométrico de referencia y, no en menor proporción, a la brevedad de la exposición de los análisis comparativos que el mismo teorema permite)

¿Cómo se interpretaría la verdad S=pr² desde una perspectiva gnoseológica descripcionista? El descripcionismo, si es coherente, interpretará esta fórmula como una descripción aproximada de las medidas tomadas en círculos empíricos, fenoménicos («redondeles»); las pruebas de esta verdad serán interpretadas como meros artificios simbólicos para reexponer o condensar esas medidas empíricas. Ahora bien: a nuestro entender, la interpretación descripcionista de la verdad S=pr² es gratuita, y ella confunde los contextos de descubrimiento y los contextos de justificación. Más aún: es un apriorismo aplicar al caso la idea de «descripción», porque propiamente habría que decir que ni siquiera cabe medir en el caso que nos ocupa. Medir aquí equivaldría a superponer cuadrados-unidad en la superficie circular, y ello nos llevaría a enfrentarnos con el problema de la cuadratura del círculo. No podemos medir con números racionales el número irracional p. El descripcionismo encubre, en realidad, la estructura de la identidad que constituye la verdad de la relación S=pr².

El teoreticismo, por su parte, se esforzará desesperadamente por disociar la fórmula S=pr² y su predicado modular («verdadera»). A este efecto, dejará de interpretar la fórmula como proposición, y la conceptuará como función proposicional (que no es propiamente ni verdadera, ni falsa). Para el teoreticismo (y, en este punto, a nuestro juicio, el teoreticismo constituye un análisis más profundo que el que pudo ofrecernos el descripcionismo), la fórmula es una construcción; pero, por sí misma, esta construcción no es ni verdadera ni falsa, sino que, como función proposicional, habrá que decir que es una regla para formar proposiciones. Por tanto, la verdad, a lo sumo, aparecerá conforme la regla se aplica a cada caso; propiamente nunca se verifica, si se estrechan los márgenes de error admisible. Ahora bien, sin duda, la interpretación teoreticista de la verdad de esta fórmula es muy elegante. Ella se basa, al revés que el descripcionismo, en desconectar la fórmula de su origen, considerándola, en sí misma, vacía. El teoreticismo postula que la verdad de esta fórmula no es empírica; aquí, es preciso darle la razón. En efecto, la demostración de esta verdad se desenvuelve en una teoría que incluye operaciones muy heterogéneas. Pero, ¿no es excesivo negar las verdad al teorema, precisamente en el estado de abstracción en que se nos presenta? El recurso de interpretar S=pr² como una definición, en la que '=' signifique que 'S' es sustituible por 'pr²', sólo tiene validez en el contexto técnico del cálculo, pero no agota la relación; como veremos, lo que llamaremos St es distinto de Sb; por tanto el signo '=' no es analítico, como puede demostrarse simplemente teniendo en cuenta, que '=' ni siquiera expresa una igualdad, sino una adigualdad; 'S' no sustituye a 'pr²', sino que, cuando tenemos en cuenta la génesis de la fórmula, denota directamente el círculo.

El adecuacionismo se basa en disociar (o desdoblar) la realidad a la que se refiere el teorema en estos dos planos: el que contiene al «círculo algebraico» y el que contiene al «círculo gráfico». A continuación, el adecuacionismo establecerá una relación de correspondencia isológica entre ambos. ¿Hasta qué punto no es ilusoria esa tal correspondencia? Pues el adecuacionismo deja de lado la circunstancia de que la fórmula algebraica procede del propio círculo gráfico y que no cabe desconectarla de los círculos fenoménicos, a partir de los cuales se establece. Considerada al margen de su génesis, la verdad de la fórmula deja de ser científica (aunque pueda tener la utilidad de una regla). La cientificidad de la fórmula reside en su construcción. El «desdoblamiento» que el adecuacionismo promueve, le obligaría a dar nombres a la fórmula, introduciendo un metalenguaje (S'=p'r'²') y postulando a continuación la identidad entre esa fórmula metalingüística y la fórmula geométrica S=pr². Podría decirse que hay adecuación en la medida en que hay dos lenguajes «isomorfos». Sólo que la verdad geométrica que analizamos no cabe en los límites determinados por una adecuación entre los dos lenguajes; la verdad se refiere intencionalmente al mismo círculo. (En otra versión, el adecuacionismo dirá, que pr² es una «proposición en sí», o una «verdad en sí», en el sentido de Bolzano; y que si las construcciones algebraicas y empíricas coinciden ello será debido a que coinciden con la «proposición en sí». No podemos entrar aquí en la crítica de esta versión del adecuacionismo, a la que, por otra parte, consideramos como una proposición metafísica o, acaso simplemente, como una petición de principio.)

Desde el punto de vista de la concepción de la verdad que hemos expuesto, la verdad de la fórmula S=pr² se nos manifiesta, desde luego, como una identidad sintética. La identidad sintética aquí no se establece entre dos términos, como si fuese una relación binaria, ni se expresa en una proposición aislada (en un juicio, del estilo 7+5=12), sino en un teorema. Un teorema es un sistema complejo que consta obligadamente, no sólo de n proposiciones, sino de múltiples estratos sintácticos, semánticos y pragmáticos. Por ejemplo, S=pr², incluye términos, operaciones y relaciones; también hay fenómenos —el «redondel»—, referencias fisicalistas, esencias o estructuras —pasos al límite, incrementos diferenciales—, y, desde luego, autologismos (que aquí actúan de un modo muy notorio), dialogismos (como lo muestra la propia historia de este teorema) y normas. Advertimos aquí cómo la identidad sintética se establece en una relación que brota «transversalmente» de cursos operatorios confluyentes. Las confluencias resultantes de estos cursos no pueden ser abstraídas, ni proyectadas sobre la «realidad»; constituyen más bien el momento dinámico (genético) de la construcción en cuyo seno brotará la estructura objetiva, desde la cual las operaciones pueden considerarse neutralizadas.

Los cursos operatorios que conducen al teorema S=pr² son muy diversos. Consideraremos los dos siguientes, cuyo carácter, no por elemental, deja de ser menos fundamental. Ambos cursos se basan en una descomposición-recomposición homeomérica u holomérica del círculo, cuyo análisis (central para la teoría del cierre categorial) lo diferimos para el Tomo 8, en el que nos ocuparemos de la identidad sintética y de las virtualidades de los sistemas holoméricos para la desarrollo de identidades sintéticas.

Curso I: Parte de la descomposición (homeomérica) de S en triángulos isósceles inscritos (de área a´b/2), que tienden a convertirse en radios de la circunferencia, al disminuir su base; el perímetro suma de esos polígonos tenderá a la circunferencia 2pr, al mismo tiempo que las apotemas a tienden al radio r. La construcción es genuinamente dialéctica: comienza agregando desde fuera al círculo un conjunto de polígonos, que, al final, habrán de ser eliminados. Pero la construcción nos llevará a un resultado, al producto pr², que procede de esas transformaciones de los polígonos inscritos: (a´b/2)n=(an/2)r=(2p/2)r=pr², al alcanzar sus límites.

Curso II: Partimos ahora de la descomposición (holomérica) del círculo S (de cualquier círculo, lo que plantea problemas especiales relativos a la identidad isológica esencial entre los diversos círculos) en bandas (coronas) desarrolladas en rectángulos de base 2pr y altura dr. Estas bandas, en su límite, tienen la figura del rectángulo y el círculo se nos dará ahora como el límite de una figura compuesta de rectángulos. En efecto, el área de cada banda podrá expresarse, según el área del rectángulo, por la fórmula 2pr.dr; por lo que, a medida que estas «bandas» van creciendo hasta el radio máximo R, que atribuimos al círculo de partida, su área total será el límite de la suma o integral ò0R 2p rdr = 2p(r²/2)=pr².

Los pasos principales de los cursos I y II quedan expresados en el siguiente cuadro

® OJO Cuadro de la pág 168 de TCC vol 1

Cada uno de los cursos, conduce pues, en resolución, a la misma S=pr². Cada uno de los cursos establece ya una identidad sintética entre S y pr². Sintética, porque a partir del círculo S (que incluye necesariamente un contenido fenoménico), no se deriva analíticamente pr² (es precisa una descomposición «extrínseca» en figuras auxiliares, con las cuales formaremos después triángulos o bandas). Teniendo esto en cuenta se hace necesario, para el análisis, determinar la fórmula de este modo: S=tpr² (o bien St=pr²) y S=bpr² (o bien Sb=pr²), significando, respectivamente: S es igual «triangularmente» a pr², y S es igual «en bandas» a pr². Por consiguiente, la expresión más exacta de las relaciones obtenidas sería la siguiente: (St=pr²) & (Sb=pr²) (St=Sb). Para llegar a esta fórmula, ha sido necesario sumar tanto los triángulos como las bandas; después ha sido preciso pasar al límite, reduciendo los triángulos a una base cada vez más pequeña, y, correspondientemente, haciendo lo mismo con las bandas. Hay una síntesis, aunque no sea más que porque pasamos de longitudes, o de relaciones de longitudes (r, p), a áreas.

En cada curso que conduce a S=pr² hay, por tanto, una confluencia operatoria múltiple. Por ejemplo, en el curso I, las operaciones de disminuir las bases de los triángulos, de identificar estas bases mínimas con los puntos de la circunferencia y el perímetro del polígono con 2pr; confluyen sintéticamente (a través de autologismos respectivos) con la identificación de la apotema y del radio; en el conjunto de estas operaciones aparece la composición de 2pr/2 y r, y, por cancelación algebraica, pr² (sintetizado autológicamente con la denotación de S). Adviértase que al suponer a S dado en un plano fenoménico y fisicalista, la construcción del teorema (tanto en el curso I como en el curso II) no es meramente «ideal»; debe ser remitida a un contexto empírico (Proclo diría: existencial), que comporta, de modo más o menos explícito, la verificación de los números, es decir, el ajuste numérico de las medidas de las áreas de diversos círculos. No se trata, por tanto, de que estemos ante una fórmula ideal a priori de un modelo puro esencial, ulteriormente aplicable a materiales empíricos. Admitirlo así, equivaldría a desconectarnos gratuitamente del proceso constructivo-demostrativo, ateniéndonos a la fórmula como una mera regla. La fórmula sólo funciona sobre materiales empíricos, sobre «redondeles» descompuestos y se extiende de unos a otros por recurrencia. De manera que ni cabrá hablar de una «sorpresa» en cada caso que realiza la fórmula (como si pudiera no verificarla) —cada caso no pertenece a otro mundo «real», distinto del supuesto mundo ideal apriorístico, sino que pertenece al mismo mundo—, ni tampoco cabe hablar de una monótona repetición que nada añade a la verdad ya establecida. Por de pronto, cada caso implica eliminación de los componentes distintos a partir de los cuales puede configurarse el material fenoménico (color, composición química, lugar; también, longitud de los círculos, y, sobre todo, estado de inserción del círculo en esferas, planos o cualesquiera otras figuras geométricas); esto nos permite reconocer cómo la «propagación» de una misma estructura geométrica a través de la diversidad de situaciones y materiales, constituye un incesante motivo de novedad, resultante de la reiteración misma.

Ahora bien, la confluencia, en la misma fórmula pr², de los dos cursos operatorios también debe considerarse como fuente decisiva de la identidad sintética que establece este teorema. Es cierto que no puede decirse que la verdad de pr² haya que referirla únicamente a la identidad o confluencia de los dos cursos operatorios que llevan a la fórmula. Tampoco puede decirse que cada curso sea autónomo y que su confluencia con el otro no añada nada en cuanto a certeza (o convictio), que sí le añade; lo importante es que la confluencia añade, sobre todo, contenido (cognitio). No puede decirse, en resumen, que esa confluencia sea irrelevante, porque cada curso no añade ninguna evidencia al otro curso, como si fuera suficiente cada uno por sí sólo. Solamente desde la perspectiva de Dios Padre, de su «Ciencia de simple inteligencia» (para la cual todas las verdades son analíticas), puede afirmarse que «es natural» que St dé el mismo resultado que Sb, puesto que se trata del mismo círculo. Con semejante afirmación, incurriríamos en flagrante petición de principio. Sólo podría afirmar esta «naturalidad» quien hubiera conocido la relación pr² antes de triangular el círculo o de descomponerlo en bandas, y hubiera formado los círculos a partir de esa relación. Pero el proceso efectivo es el inverso: es porque St conduce a pr² y porque Sb (por caminos totalmente independientes) conduce a pr² por lo que podemos poner StÏSb. Lo que habría que reconocer es que, por decirlo así, no tendría a priori por qué ocurrir que el área S, a la que se llega por triangulación, fuese la misma que el área S a la que se llega por segmentación en bandas. No tendrían en principio por qué ajustar los resultados de esos cursos, si tenemos en cuenta sólo el hecho de que cada uno de ellos constituye un completo artificio, requiere operaciones de paso al límite llevadas a cabo por vías totalmente independientes. Por tanto, si se identifican St y Sb, en S, habrá que admitir que ello se debe a su identidad en la fórmula pr². Esta es la razón por la cual establecemos que StÏSb, pero no puede decirse que, por ser (ordo essendi) éstas idénticas, es «natural» que ambos cursos operatorios hayan de conducir (ordo cognoscendi) al mismo resultado.

En todo caso, será la confluencia de estos dos cursos lo que permite neutralizar las operaciones respectivas (de triangulación y de bandas), es decir, la segregación de la estructura respecto de sus génesis, cuyos cursos tienen tan diversas trayectorias. En efecto: si consideramos cada curso por separado, por ejemplo, el curso I, habremos de decir que el área pr² de S sólo se nos muestra como verdadera (la identidad St=pr²) a través del polígono que va transformándose en otro, y este en un tercero¼, disminuyendo la longitud de sus lados. Esto equivale a decir que la identidad S=pr² se establece en función de esos polígonos que multiplican (operatoriamente) sus lados, de esas apotemas que tienden al radio (confluyendo los resultados de estas operaciones con los resultados de las otras aplicadas a los lados). Siempre habría que dar un margen de incertidumbre a la relación St=Sb. En efecto, aunque el área S esté dada en función de los triángulos que se transforman los unos en los otros no está determinada por ellos. Habría que sospechar que la relación St=S=pr² pudiera no ser una identidad por sí misma, sino «sesgada» por la triangulación. Podría pensarse que no fuera siquiera conmensurable la triangulación con S, y que la fórmula pr² fuese una aproximación de pr² a S, pero no S mismo. En cualquier caso, S sólo se nos hace aquí idéntico a pr² por la mediación del curso de la triangulación, y sin que pueda eliminarse propiamente este curso. El «paso al límite» no es un «salto» que pueda dejar atrás (salvo psicológicamente), a los pasos precedentes.

Pero cuando los dos cursos I y II confluyen en una misma estructura (S=pr²), entonces es cuando es posible neutralizar (o segregar) cada curso, desde el otro. La neutralización será tanto más enérgica cuando ocurra, como ocurre aquí, que los cursos son, desde el punto de vista algorítmico, totalmente distintos; que las mismas cifras que aparecen como las «mismas» (esencialmente) en el resultado (por ejemplo, el 2 de pr² y el 2 de 2p, que se cancela por otra mención de 2) proceden de fuentes totalmente distintas: en el curso I, pr² toma el 2 exponente de la repetición de r en 2pr.r, es decir, de la circunstancia de que r aparece en la fórmula 2pr (límite del polígono) como límite de la apotema a; pero en el curso II, pr² toma el 2 exponente del algoritmo general de integración de funciones exponenciales x_ para el caso n=1.

Asimismo, en el curso I, la cancelación de 2 (en el contexto 2p) se produce a partir del '2' procedente de la formulación del área del triángulo como mitad de un rectángulo, pero en el curso II, el '2' cancelado procede del algoritmo de integración de x_ para n=1 (es decir x²/2).

Lo asombroso, por tanto, es la coincidencia de procedimientos algorítmicos tan completamente diversos; asombro que no puede ser declinado ni siquiera alegando de nuevo la consideración de que el círculo es el mismo (al menos esencialmente). ¿Acaso ese mismo círculo ha sido descompuesto de modos totalmente distintos y reconstruido por vías no menos diferentes? Cada una de ellas nos conduce a una adigualdad; adigualdad que, por tanto, no puede considerarse como reducible a la adigualdad obtenida en el otro curso. Cada una de estas adigualdades —diremos— nos manifiesta una franja de verdad, y la confluencia de ambas franjas tiene como efecto dar más amplitud o espesor a la franja de verdad correspondiente. Como quiera que hay que registrar dos identidades de primer orden (St=pr² y Sb=pr²), y otra de segundo orden (St=Sb), habrá también que registrar tres sinexiones, a saber: la sinexión (S,St), la sinexión (S,Sb), y la sinexión (St,Sb). Si hablamos de sinexiones es porque el círculo S y los triángulos (o bandas) en los que se descompone son, en cierto modo, exteriores, al propio círculo; pero no por ello dejan de estar necesariamente unidos a el. Una unión que sólo resulta ser necesaria precisamente cuando haya quedado establecida la identidad sintética. Sólo porque S es a la vez St y Sb, puede decirse que hay conexión necesaria entre ellos.

12. El cierre categorial de una ciencia que se va estableciendo mediante las identidades sintéticas que anudan, con diversos grados de fortaleza, hilos muy heterogéneos del campo gnoseológico, determina la neutralización de las operaciones (de los sujetos operatorios).

Ahora bien: las operaciones por medio de las cuales tiene lugar la construcción científica no ocupan en todos los casos el mismo lugar en esta construcción y las diferencias que puedan ser definidas habrán de poder constituirse en los más genuinos criterios de clasificación de las ciencias mismas y, lo que es igualmente importante, de los estados gnoseológicos por los cuales puede pasar una ciencia determinada. Una clasificación de las ciencias fundada en estos criterios sería una clasificación interna porque atendería a la misma cientificidad o, si se prefiere, a los «grados de cientificidad» de los cuales las ciencias serían susceptibles. Esta clasificación dejaría de lado, por consiguiente, aunque sin ignorarlas, a clasificaciones fundadas en otros criterios (por ejemplo, la clasificación de las ciencias en «ciencias demostrativas» y «ciencias taxonómicas», o bien, la clasificación en «ciencias formales» y «ciencias reales»).

Aplicando el criterio de los grados o modulaciones de la cientificidad tal como se expone en la teoría del cierre categorial podemos anticipar que la clasificación más profunda de las ciencias que desde la teoría del cierre categorial se dibuja es la que pone a un lado las ciencias humanas y etológicas (redefinidas de un modo sui generis) y a otro las «ciencias no humanas y no etológicas».

Las operaciones, como hemos dicho, son siempre apotéticas (separar/aproximar), lo que no implica que las relaciones apotéticas sean siempre resultados operatorios en un sentido gnoseológico (aun cuando siempre cabe citar alguna operación o preoperación de aproximación o alejamiento, cuando se constituyen los objetos a distancia propios del mundo humano e incluso del de los animales superiores). Resultaría de lo anterior que la neutralización o eliminación de las operaciones tiene mucho que ver con la eliminación de los fenómenos y con la transformación de las relaciones apotéticas y fenoménicas en relaciones de contigüidad. Tendremos también en cuenta que las causas finales (en su sentido estricto de causas prolépticas) son apotéticas; pero las operaciones sólo tienen sentido en un ámbito proléptico, puesto que no hay operaciones al margen de una estrategia teleológica (el matemático que eleva al cuadrado dos miembros de una ecuación para eliminar los monomios negativos, sigue una «estrategia» y sólo desde ella cabe hablar de operación matemática). Advertiremos que, desde estas premisas, cabe entender la eliminación de las causas finales y la de la acción a distancia en la ciencia moderna como resultados de un mismo principio.

En este punto es donde se hace preciso distinguir dos situaciones, en general muy bien definidas, dentro de los campos semánticos característicos de cada ciencia.

Situación primera (a): la situación de aquellas ciencias en cuyos campos no aparezca formalmente, entre sus términos, simples o compuestos, el sujeto gnoseológico (S.G.); o, también, un análogo suyo riguroso, pongamos por caso, un animal dotado de la capacidad operatoria (Sultan, de Köhler, «resolviendo problemas» mediante composiciones y separaciones de cañas de bambú).

Situación segunda (ß): la situación de aquellas ciencias en cuyos campos aparezcan (entre sus términos) los sujetos gnoseológicos o análogos suyos rigurosos.

La situación primera corresponde, desde luego, a las ciencias físicas, a la Química, a la Biología molecular (no es tan fácil decidir cuando hablemos de la Etología, como ciencia natural). La situación segunda parece, por su parte, mucho más próxima a la que corresponde a las ciencias humanas. Sobre todo, si tenemos presentes algunas de las definiciones más comunes de estas ciencias: «las ciencias humanas son las que se ocupan del hombre», «las ciencias humanas son aquellas en las cuales el sujeto se hace objeto». No queremos «incurrir» de nuevo en estas fórmulas que, aunque muy expresivas en el terreno denotativo, carecen de todo rigor conceptual. Se trata de redefinirlas gnoseológicamente, si ello es posible.

Y, en efecto, así es. «Las ciencias humanas son aquellas que se ocupan del hombre». La dificultad de esta definición puede cifrarse en que ella no reconoce la necesidad de mostrar precisamente que «hombre» tiene significado gnoseológico. Desde la teoría del cierre categorial, podríamos ensayar la sustitución de «hombre» por S.G. Porque S.G. es, desde luego, humano (según algunos, lo único que es verdaderamente humano). De este modo la fórmula considerada («las ciencias humanas son aquellas que se ocupan del hombre») puede recuperar un alcance gnoseológico, ya que nos pone delante de un caso particular sin duda lleno de significado gnoseológico. «En las ciencias humanas, el sujeto se hace objeto»: también habrá que probar que esta circunstancia gnoseológica tiene significado gnoseológico (Piaget, por ejemplo, desde su teoría de la ciencia, no ve dificultades especiales en el hecho de que los «sujetos» figuren, en su momento, como «objetos» de las ciencias psicológicas o sociales). Pero cuando (desde la teoría del cierre categorial) el sujeto es el sujeto gnoseológico, reconocer la posibilidad de aparecer (reflexivamente) el sujeto entre los términos del campo, entre los objetos, es tanto como reconocer que el sujeto aparece, no como un objeto más, sino, principalmente, como un sujeto operatorio (como una operación, o, por lo menos, como un término que opera, que liga apotéticamente otros términos del campo). Lo que equivale a decir: que actúa como un científico. Y esta peculiaridad ya tiene indudable pertinencia gnoseológica, y aun de muy críticos efectos. ¿No habíamos hablado del proceso de neutralización (o eliminación) de las operaciones como del mecanismo regular del cierre categorial en el proceso de construcción de las identidades sintéticas?

La demostración de que la distinción entre «ciencias naturales» y «ciencias humanas», a partir del criterio de distinción entre situaciones a y ß, tiene un significado gnoseológico, puede llevarse a cabo (desde la teoría del cierre categorial) del modo más inmediato posible, a saber: mostrando que la situación ß no sólo afecta a un conjunto de ciencias que se relacionan con ella, separándose de las demás (las que no se relacionan) por algún rasgo gnoseológico más o menos importante (lo que ya sería suficiente), sino que las afecta por razón misma de su cientificidad. Es la cientificidad misma de las ciencias asociadas a la situación ß (es decir, las «ciencias humanas») aquello que queda comprometido. Y, si esto es así, habremos probado que el criterio es gnoseológicamente significativo y que el concepto de ciencias humanas resultante es verdaderamente gnoseológico (sin perjuicio de que este criterio pueda alcanzar una virtualidad ella misma crítica respecto del concepto de ciencias humanas).

En efecto, las ciencias humanas, así definidas, es decir, aquellas ciencias que se incluyen en una situación ß, podrían considerarse, desde luego, humanas, en virtud de su concepto. Ahora bien, la teoría del cierre categorial prescribe la neutralización de las operaciones (del sujeto operatorio, S.G.). La neutralización de las operaciones en la situación de las ciencias humanas comportaría en principio su elevación al rango de cientificidad más alto. Pero con esta elevación, simultáneamente, se perdería su condición de ciencia humana, según lo definido.

Algunos dirán, que, por tanto, lo que procede es eliminar simplemente, la posibilidad del concepto de ciencia humana así definido (a la manera como también se han eliminado, por mitológicas, las operaciones del campo de la Física). Pero la conclusión pediría el principio. Porque mientras en las ciencias naturales y formales las operaciones son exteriores, no sólo a la verdad objetiva, sino también al campo, en las ciencias humanas las operaciones no son externas a ese campo; por ello, la verdad de, al menos, una gran porción de proposiciones científicas de las ciencias humanas puede ser una verdad de tipo tarskiano (lo que no ocurre en las ciencias naturales). Y, por ello también, la presencia de operaciones en las ciencias humanas, en sus campos, lejos de constituir un acontecimiento precientífico o extracientífico, constituye un episodio intracientífico que, desde la teoría del cierre, puede formularse con precisión como, al menos, un acontecimiento propio del sector fenomenológico del campo científico. Pues, por lo menos, las operaciones son fenómenos de los campos etológicos y humanos: es preciso partir de ellos y volver a ellos. Esta consideración nos permite, a su vez, introducir, en la estructura interna gnoseológica de las ciencias humanas, así definidas, dos tendencias opuestas, por aplicación del mismo principio gnoseológico general (que prescribe el regressus de los fenómenos a las esencias y el progressus de las esencias a los fenómenos) al caso particular en el que los fenómenos son operaciones.

Con estas premisas, estaríamos en condiciones de introducir nuevos conceptos gnoseológicos, a saber, los conceptos de metodología a y metodología ß de las ciencias humanas (inicialmente) y, en una segunda fase, de metodologías-a de las ciencias en general. No debe confundirse esta distinción con la distinción entre situaciones a y ß que le sirve de base; y que, en todo caso, se reduce a un criterio de clasificación dicotómica (dado que puede aplicarse, no tanto globalmente a las «ciencias átomas», sino también parcialmente, a estados, fases o doctrinas especiales de alguna ciencia humana).

Entendemos por metodologías ß-operatorias aquellos procedimientos de las ciencias humanas en los cuales esas ciencias consideran como presente en sus campos al sujeto operatorio (en general, a S.G., con lo que ello implica: relaciones apotéticas, fenómenos —ciencia «émica»— causas finales, &c.). Metodología, en todo caso, imprescindible por cuanto es a su través como las ciencias humanas acumulan los campos de fenómenos que les son propios.

Entendemos por metodologías a-operatorias aquellos procedimientos, que atribuimos a las ciencias humanas (es decir: que podemos atribuirles como un caso particular del proceso general de neutralización de las operaciones) en virtud de las cuales son eliminadas o neutralizadas las operaciones iniciales, a efectos de llevar a cabo conexiones entre sus términos al margen de los nexos operatorios (apotéticos) originarios. Estas metodologías a también corresponderán, por tanto, a las ciencias humanas, en virtud de un proceso genético interno. Estamos claramente ante una consecuencia dialéctica. Ulteriormente, por analogía, llamaremos metodologías a a aquellos procedimientos de las ciencias naturales que ni siquiera pueden considerarse como derivados de la neutralización de metodologías ß previas. Incidentalmente hay casos —el demiurgo astronómico, por ejemplo— que más bien sugieren una simetría o paralelismo, al menos parcial, entre ambos géneros de ciencias y, con ello, la pertinencia de nuestros conceptos.

La dialéctica propia de las metodologías a y ß así definidas puede formularse sintéticamente de este modo:

Las ciencias humanas, en tanto parten de campos de fenómenos humanos (y, en general, etológicos), comenzarán necesariamente por medio de construcciones ß-operatorias; pero en estas fases suyas, no podrán alcanzar el estado de plenitud científica. Este requiere la neutralización de las operaciones y la elevación de los fenómenos al orden esencial. Pero este proceder, según una característica genérica a toda ciencia, culmina, en su límite, en el desprendimiento de los fenómenos (operatorios, según lo dicho) por los cuales se especifican como «humanas». En consecuencia, al incluirse en la situación general que llamamos a, alcanzarán su plenitud genérica de ciencias, a la vez que perderán su condición específica de humanas. Por último, en virtud del mecanismo gnoseológico general del progressus (en el sentido de la «vuelta a los fenómenos»), al que han de acogerse estas construcciones científicas, en situación a, al volver a los fenómenos, recuperarán su condición (protocientífica y, en la hipótesis, postcientífica) de metodologías ß-operatorias.

Esta dialéctica nos inclina a forjar una imagen de las ciencias humanas que las aproxima a sistemas internamente antinómicos e inestables, en oscilación perpetua —lo que, traducido al sector dialógico del eje pragmático, significa: en polémica permanente, en cuanto a los fundamentos mismos de su cientificidad—. Es indudable que esta imagen corresponde muy puntualmente con el estado histórico y social de las ciencias humanas, continuamente agitadas por polémicas metodológicas, por debates «proemiales», por luchas entre escuelas que disputan, no ya en torno a alguna teoría concreta, sino en torno a la concepción global de cada ciencia, y que niegan, no ya un teorema, sino su misma cientificidad. Lo que nuestra perspectiva agrega a esta descripción «empírica», no sólo es el «diagnóstico diferencial» respecto de situaciones análogas que puedan adscribirse a las ciencias naturales y formales, sino la previsión («pronóstico») de la recurrencia de esa situación. La antinomia entre las metodologías a y ß-operatorias de las ciencias humanas, no es episódica o casual ni cabe atribuirla a su estado histórico de juventud (¿acaso la Química no es tan joven, o todavía más, como la Economía política?); el conflicto es constitutivo. Y, lo que es más, no hay por qué desear (en nombre de un oscuro armonismo) que se desvanezca, si no se quiere que, con él, se desvanezca también la propia fisonomía de estas ciencias.

El concepto de «ciencias humanas» al que llegamos de este modo es un concepto eminentemente dialéctico, porque, en virtud de él, las «ciencias humanas» dejan de aparecer simplemente como un mero subconjunto resultante de una dicotomía absoluta, que separa dos clases de ciencias en el conjunto de la «república de las ciencias» y deja que permanezcan inertes la una al lado de la otra, como meras «clases complementarias». Las «ciencias humanas» se nos muestran como un conjunto denotativo cuya cientificidad es más bien problemática, y nos remite, desde dentro, a situaciones alcanzadas por las ciencias humanas a través de las cuales éstas van transformándose propiamente en ciencias naturales. La dicotomía no es absoluta.

Por otro lado, el concepto de «ciencias humanas» que hemos construido, se apoya en las situaciones límite, en las cotas del proceso (a saber, el inicio de las metodologías ß-operatorias, y su término a-operatorio). Desde ellas, vemos cómo las ciencias que originariamente se inscriben en la clase de las ciencias humanas comienzan a formar parte de la clase a de las ciencias no humanas. Pero la dialéctica efectiva de las «ciencias humanas» es mucho más compleja, obviamente, cuando atendemos no sólo a los límites (a las cotas) sino también a los contenidos abrazados por ellos. La teoría del cierre categorial tiene también recursos suficientes para desplegar esta dialéctica en un cuadro de situaciones más rico; situaciones que siendo, desde luego, internas, puedan dar cuenta, más de cerca, de la multiplicidad de estados en los que podemos encontrar a este magma que globalmente designamos como «ciencias humanas».

Entre los límites extremos de las metodologías a y ß-operatorias, y sin perjuicio de la permanente tendencia a la movilidad de sus situaciones (en virtud de la inestabilidad de la que hemos hablado), cabrá establecer el concepto de los «estados intermedios de equilibrio» de los resultados que vayan arrojando estas metodologías siempre que sea posible conceptualizar modos diversos de neutralización (no segregativa, en términos absolutos) de las operaciones y, por consiguiente, de incorporación de fenómenos.

Estos estados de equilibrio habrán de establecerse por medio de la reaplicación de los mismos conceptos genéricos gnoseológicos consabidos (en particular, los de regressus y progressus). Combinando estos conceptos, obtenemos la siguiente teoría general de los estados internos de equilibrio que buscamos:

(I) En las metodologías a-operatorias. El estado límite, aquel en el cual una ciencia humana deja de serlo propiamente y se convierte plenamente en una ciencia natural (en cuanto a su «objeto formal», aun cuando por su «objeto material» siga siendo ciencia «del Hombre») se alcanzará en aquellos casos en los cuales el regressus conduzca a una eliminación total de las operaciones y de los fenómenos humanos («de escala humana»), que quedarán relegados a la historia de la ciencia de referencia, a la manera como «pertenecen a la historia de la ciencia» los «motores inteligentes» de los planetas de la Astronomía medieval. Ese estado límite, lo designamos por medio de un subíndice: a1. En el estado a1, regresamos a los factores anteriores a la propia textura operatoria de los fenómenos de partida, a factores componentes internos, esenciales, sin duda, pero estrictamente naturales o impersonales. No es fácil acertar en las ilustraciones de estos conceptos gnoseológicos, que hay que discutir en cada caso (la discusión en torno a un ejemplo no compromete, en principio al menos, el concepto gnoseológico). Por nuestra parte, y salvo mejor opinión, pondríamos a la Reflexología de Pavlov como ejemplo de una ciencia que, partiendo de una situación ß-operatoria (digamos psicológica, el trato «tecnológico» o «etológico» con perros y otros animales) ha regresado hasta el concepto de reflejo medular o cortical, en cuyo nivel ya no cabe hablar de operaciones. En este nivel el animal, como sujeto operatorio, desaparece, resuelto en un sistema de circuitos neurológicos. La metodología psicológica inicial (ß-operatoria), se convierte en Fisiología del sistema nervioso, en ciencia natural. Los fenómenos psicológicos, y su escala (la «percepción» del sonido, o de las formas, o de los «movimientos de retirada», el «hambre», el «dolor», el «miedo», &c.) quedan atrás, se reabsorberán en el hardware de los contactos de circuitos nerviosos, como los colores del espectroscopio se reabsorben en frecuencias de onda. Otros ejemplos claros de transformación de una metodología ß en una a los encontramos en la Etología: las relaciones lingüísticas entre organismos de una misma especie (o también, las relaciones de comunicación interespecíficas) se dibujan inicialmente en el campo ß-operatorio de la conducta, tal como la estudia la Etología (investigaciones sobre el lenguaje de los delfines o de las abejas, determinación de pautas de conducta de cortejo, ataque, &c. entre mamíferos, aves, &c.). Estas relaciones se suponen dadas entre organismos que se mantienen a distancia apotética (precisamente el concepto de «símbolo» incluye esta lejanía entre significante y significado o referencia; el signo reflexivo, autogórico, es sólo un caso límite posterior). Pero sabemos que las relaciones apotéticas no dicen «acción a distancia». La acción es por contigüidad, y las señales ópticas o acústicas deben llegar físicamente de un animal al sujeto que las interpreta. Ahora bien, en el momento en que tomamos en cuenta los mecanismos de conexión física entre señales, estamos regresando, a partir del plano ß-operatorio en el que se configuró el concepto de signo, al campo a-operatorio de la Química o de la Bioquímica. Ahora, las señales serán secreciones externas, ecto-hormonas que el animal vierte, no ya al torrente circulatorio de su organismo, sino al medio social constituido por los otros organismos, como si estos constituyesen una suerte de «superorganismo»: las feromonas se vierten por cada organismo al medio ambiente, no a la sangre, como las hormonas intraorgánicas, sin perjuicio de lo cual serán concebidas como «hormonas sociales». El curso (regressus) que va desde el concepto de símbolo o señal al concepto de feromona (del concepto de señal social al de hormona social) es el curso de transformación de una metodología ß en una metodología a1, de la Etología a la Bioquímica. Sin perjuicio de lo cual, si las investigaciones sobre feromonas no quieren perder su sentido global, han de mantener de algún modo el contacto con los fenómenos de partida, con el concepto de «organismos que se comunican». Pero no es este curso regresivo, que desemboca en estados a1, el único camino para neutralizar los sistemas operatorios del campo de partida. También podemos concebir un camino de progressus que, partiendo de las operaciones y sin regresar a sus factores naturales anteriores, considera los eventuales resultados objetivos (no operatorios) a los cuales esas operaciones pueden dar lugar (puesto que no está dicho que todo curso operatorio tenga que dar resultados operatorios), y en los cuales pueda poner el pie una construcción que ya no sea operatoria. Las metodologías que proceden de esta manera se designarán como metodologías a2.

Hay dos modos, inmediatos y propios, de abrirse caminos las metodologías a2. El primero tiene lugar cuando aquellos resultados, estructuras o procesos a los cuales llegamos por las operaciones ß, son del tipo a pero, además, comunes (genéricos) a las estructuras o procesos dados en las ciencias naturales; hablaremos de metodologías I-a2. El segundo modo (II-a2) tendrá lugar cuando las estructuras o procesos puedan considerarse específicas de las ciencias humanas o etológicas. Tanto en los estados I-a2 como en el II-a2 puede decirse que las operaciones ß están presupuestas, no ya ordo cognoscendi sino ordo essendi, por las estructuras o procesos resultantes, los cuales neutralizarán a las operaciones «envolviéndolas», pero una vez que han partido de ellas. En el caso I-a2 es precisamente la genericidad de los resultados (una genericidad del tipo «género posterior») el mejor criterio de neutralización del plano ß, dado que estamos ante situaciones isomorfas a aquellas que no requieren una génesis operatoria. En el caso II-a2 el criterio de neutralización no es otro sino el de la efectividad de ciertas estructuras o procesos objetivos que, aun siendo propios de los campos antropológicos (sólo tienen posibilidad de realizarse por la mediación de la actividad humana), sin embargo contraen conexiones a una escala tal en la que las operaciones ß no intervienen, y quedan, por así decir, desprendidas.

Es evidente, por lo que llevamos dicho, que los estados de equilibrio a2 corresponden seguramente a aquellas situaciones más características de las ciencias humanas, en la medida en que en ellas se da la intersección más amplia posible de sus dos notas características: ciencias, por la neutralización de las operaciones, y humanas, en tanto que hay que contar internamente con las operaciones. Lo que creemos necesario subrayar es que las ciencias humanas, en sus estados a2, no son, en modo alguno, ciencias de la conducta (Etología, Psicología); ni siquiera son ciencias antropológicas, en sentido estricto (si es que la Antropología no puede perder nunca la referencia a los organismos individuales operatorios, que están incluidos en el formato del concepto «hombre», en cuanto concepto clase). Son ciencias humanas sui generis, pues no es propiamente el hombre (ni siquiera lo «humano») lo que ellas consideran, sino estructuras o procesos dados, sí, por la mediación de los hombres, pero que no tienen por qué considerarse, por sí mismos, propiamente humanos. El concepto de «cultura» (y, por tanto, correspondientemente el concepto de «ciencias de la cultura») en cuanto contradistinto al concepto de «conducta» (correspondientemente al concepto de «ciencias de la conducta», como pueda serlo la Psicología), responde plenamente al caso. Las «ciencias de la cultura» no son «ciencias psicológicas» (se ha distinguido, en la formulación de estas diferencias, L. White). En cierto modo, ni siquiera son ciencias humanas, y no sólo porque también hay culturas animales, sino porque, aun ateniéndonos a las culturas humanas, no puede confundirse la cultura con el hombre (en términos hegelianos: el espíritu objetivo no es el espíritu subjetivo). Las estructuras culturales se parecen más a las geométricas o a las aritméticas que a las etológicas o psicológicas. Siendo producidas, en general, por el hombre, son, sin embargo, objetivas. Podría incluso decirse que las ciencias humanas, en el estado a2, aunque no sean ciencias naturales son, al menos, ciencias praeter humanas. En el estado I-a2, las ciencias humanas se aproximan, hasta confundirse con ellas, con las ciencias naturales (o incluso, con las formales), aunque por un camino diametralmente diferente al que vimos a propósito de los métodos a1. En efecto, en I-a2, partimos de operaciones a, que, siguiendo su propio curso, determinan la refluencia de estructuras genéricas (comunes a las ciencias naturales), que confieren una objetividad similar a las de las ciencias no humanas. Es el caso de las estructuras estadísticas, pero también el caso de las estructuras topológicas (en el sentido de René Thom) o de cualquier otro tipo. Una muchedumbre que se mueve al azar en un estadio en el que ha estallado un incendio, se comporta de un modo parecido a una «población» de moléculas encerradas en un recipiente puesto a calentar. Pero los movimientos aleatorios de la muchedumbre se producen a partir de conductas prolépticas (cada individuo tiende a salir, en el caso más favorable a la comparación con la situación de las moléculas, en línea recta, sólo que choca aleatoriamente con otros individuos) y los movimientos de las moléculas se derivan de la inercia. No cabe, en modo alguno, asimilar los individuos a las moléculas.

En el estado II-a2 no puede decirse que las ciencias humanas se aproximen a las ciencias naturales o formales, puesto que los procesos y estructuras que alcanzan son específicos de la cultura humana (o, en su caso, animal), como pueda serlo el ritmo de evolución de las vocales indoeuropeas, o las «curvas de Kondriatiev». Lo que se ha llamado «ciencia estructuralista» (en el sentido de Lévi-Strauss) se incluye claramente en la situación II-a2; la polémica «estructuralismo/existencialismo» (o estructuralismo/humanismo) podría ser reconstruida a la luz de la antinomia entre las metodologías a y ß.

(II) Consideramos las metodologías ß-operatorias: El estado-límite nos aparece en la dirección opuesta en que se nos aparecía en a (a1): es un estado que designaremos por ß2. Es el estado correspondiente a las llamadas tradicionalmente «ciencias humanas prácticas», en las cuales las operaciones, lejos de ser eliminadas en los resultados, son requeridas de nuevo por estos, a título de decisiones, estrategias, planes, &c. Las disciplinas práctico-prácticas (como se denominaban en la tradición escolástica) no tienen un campo disociable de la actividad operatoria, puesto que su campo son las mismas operaciones, en tanto están sometidas a imperativos de orden económico, moral, político, jurídico, &c. Estamos, propiamente, ante «tecnologías» o «praxiologías» en ejercicio (Jurisprudencia, Etica includens prudentiam, Política económica, &c.). Praxiologías que se apoyan, sin duda, en supuestas ciencias teóricas, pero que, por sí mismas, no son ciencias en modo alguno, sino prudencia política, actividad jurídica, praxis.

Desde el punto de vista de la teoría del cierre categorial: se trata de disciplinas ß-operatorias que no han iniciado el regressus mínimo hacia la esencia, o bien se trata de disciplinas que, en el progressus hacia los fenómenos, se confunden con la propia actividad prudencial, con cuyo material han de contar en su propio curso (no son, meramente, «ciencias aplicadas»). Es muy importante advertir que, en este punto, se nos abre la posibilidad de plantear los problemas gnoseológicos más profundos suscitados por las llamadas «Ciencias de la Educación», por la «Pedagogía científica».

Si las metodologías ß no son siempre, desde luego, científicas (sino que se mantienen en el estado que llamamos ß2), ello no significa que sea preciso llevar el regressus en la dirección que nos saca fuera de las operaciones, que nos lleva a «desbordarlas» (tanto antecediéndolas, en I-a2 como sucediéndolas, en II-a2), puesto que también cabe trazar la figura de una situación ß tal en la cual pueda decirse que nos desprendemos del curso práctico-práctico de tales operaciones en virtud de la acción envolvente, no ya ahora de contextos objetivos dados a través de ellas, sino de otros conjuntos de operaciones que puedan analógicamente asimilarse a tales contextos envolventes. En esta situación, que designamos por ß1, nos mantenemos, desde luego, en la atmósfera de las operaciones, pero de forma tal que ahora las operaciones estarán figurando, no como determinantes de términos del campo que sólo tienen realidad a través de ellas, sino como determinadas ellas mismas por otras estructuras o por otras operaciones. Y análogamente a lo que ocurría en la situación a2, también en la situación ß1 cabe distinguir dos modos de tener lugar esta determinación de las operaciones:

Un modo genérico (I-ß1), es decir, un modo de determinación de las operaciones que, siendo él mismo operatorio, reproduce la forma según la cual se determinan las operaciones ß, a saber, a través de los contextos objetivos (objetuales). Aparentemente, estamos en la situación II-a2. No es así, porque mientras en II-a2 los objetos o estructuras se relacionan con otros objetos o estructuras con las que se traban en conexiones mutuas, en I-ß1 los objetos nos siguen remitiendo a las operaciones, y la capacidad determinativa de éstas deriva de que partimos de objetos, pero en tanto ellos ya están dados (en función de otras operaciones, a las que intentamos «regresar»). La situación I-ß1 recoge muy de cerca el camino de las disciplinas científicas que se regulan por el criterio del verum est factum, es decir, por el conocimiento del objeto que consiste en regresar a los planos operatorios de su construcción. Tal es el caso de las «ciencias de estructuras tecnológicas», pues en ellas las operaciones resultan determinadas (retrospectivamente, en el regressus) por los mismos o similares objetos que ellas produjeron, pero una vez que tales objetos han ido «tomando cuerpo» y acumulándose en el espacio histórico y cultural, y de un modo tal, que hayan podido «objetivarse» y enfrentarse a sujetos muy distintos de quienes los construyeron. «Existe una gran diferencia entre el conocimiento que el que produce una cosa posee con respecto de ella y el conocimiento que poseen otras personas con respecto a la misma cosa [decía Maimónides, Guía de Perplejos, 11, 21]. Supongamos que una cosa sea producida de acuerdo con el conocimiento del productor; en este caso, el productor estaría guiado por su conocimiento en el acto de producir la cosa. Sin embargo, otras personas que examinan esta obra y adquieran un conocimiento de la totalidad de ella, ahora ese conocimiento dependerá de la cosa misma.»

Estamos, pues, ante las situaciones consideradas por las ciencias de los objetos artificiales, opera hominis, ciencias que saben de las estructuras formadas en tales procesos, «sistemas automáticos» en el caso límite (independientes de la voluntad humana, en sus fines operis). Desde la noria árabe del Guadalquivir, en su paso por Córdoba, hasta un computador autorregulado, tenemos que regresar al demiurgo que los fabricó, y, por tanto, tenemos que regresar a las operaciones que los demiurgos determinarán. Pero siempre se diferenciarán tales obras (sistemas, o estructuras artificiales) de los sistemas o estructuras naturales, en los cuales el regressus al demiurgo está descartado. Lo que los distingue es la causa final, en su sentido más fuerte, a saber, la del finis operantis.

La situación I-ß1 abarca una amplísima gama de metodologías de conocimiento, aunque podría decirse que, en nuestros días, su radio de acción se ha restringido, si tomamos como punto de comparación precisamente los tiempos en los que, en Astronomía (y no digamos nada de la Biología), se apelaba a los planes o fines de un demiurgo para reconstruir el «sistema solar» (o el «órgano de la visión»). La «máquina del mundo» quedaba, de este modo, asimilada a una «máquina artificial», según es propio del llamado «artificialismo infantil» (Piaget), pero también de muchos grandes pensadores de nuestra tradición. También es cierto que, si aceptamos la interpretación de Cornford, habría que entender la concepción de las esferas del Timeo de Platón como «artificialista», y no como una concepción metafísica, porque Platón estaría allí formulando la estructura de una máquina que no sería, por cierto, la «máquina del mundo» sino la esfera armilar. Dicho en nuestros términos: La metodología del Timeo platónico sería una metodología I-ß1 aplicada, no metafísicamente, a un campo natural, sino correctamente, a un campo artificial.

Por último, el concepto de una situación que denominamos II-ß1, es decir, el concepto de una situación en la cual las operaciones aparecen determinadas por otras operaciones (procedentes de otros sujetos gnoseológicos), según el modo específico de las metodologías ß (es decir, sin el intermedio de los objetos o, para expresarlo en otras coordenadas, en una situación tal en la que la energeia operatoria es determinada por otra energeia, y no por el ergon) no es un concepto vacío, la clase vacía, como podría acaso parecer. Por el contrario, toda esa nueva ciencia que se conoce con el nombre de Teoría de Juegos podría considerarse como una ciencia desarrollada en el ámbito de las metodologías II-ß1. Y mediante esta consideración, múltiples problemas gnoseológicos que la Teoría de Juegos trae aparejados, encuentran un principio de análisis resolutivo. Por ejemplo, el problema del lugar que corresponde a la Teoría de Juegos: ¿es una disciplina matemática o no puede considerarse de ese modo, sin perjuicio de que utilice métodos matemáticos? Responderíamos: es una de las Ciencias Humanas más características (dentro de la Praxiología), y, por ello, se aplica precisamente a los campos etológicos (estudio de estrategias de las conductas de animales cazadores, &c.), o políticos (coaliciones, &c.). Esta conclusión implica retirar el concepto de «juego contra la Naturaleza», que sería metafísico. Los juegos «contra la Naturaleza» son los que se resuelven en el cálculo de probabilidades. Acaso la característica más interesante de los juegos (la imposibilidad de una perspectiva neutral, no partidista, que abarque a todos los jugadores a la vez; la imposibilidad de que una persona juegue al ajedrez consigo misma), y que carece de tratamiento desde la perspectiva de una ciencia universal, que equipara, por principio, como intercambiables, todos los sujetos gnoseológicos, recibe una posibilidad de análisis desde nuestra perspectiva gnoseológica. Pues la clase de los sujetos gnoseológicos puede también considerarse no distributivamente; lo que significa que los planos o estrategias de determinadas subclases de sujetos operatorios no tienen por qué ser las mismas que las de otra subclase; por supuesto, estas estrategias podrían permanecer ocultas o desconocidas mutuamente. Esta es la situación en la que se mueven los juegos de referencia, si los juegos son sólo juegos entre sujetos («los átomos, moléculas y estrellas pueden coagularse, chocar y explotar, pero no luchan entre sí ni cooperan», dice Oskar Morgenstern). Que los juegos tengan siempre lugar entre sujetos no implica que estos sujetos sean homogéneos, transparentes en todo momento los unos a los otros, iguales desde el principio (la igualdad es sólo un resultado, el resultado de un proceso de reciprocización, que permite, por ejemplo, al que ha perdido, aprender del triunfador y ganar en otra ocasión).

Concluimos: los desarrollos de las metodologías a y ß operatorias, en tanto se entrecruzan constantemente entre sí, y se desbordan mutuamente, permiten definir a las ciencias humanas, globalmente, como ciencias que constan de un doble plano operatorio —a, ß— a diferencia de las ciencias naturales y formales, que se moverían sólo en un plano asimilable al plano a. Los procesos que tienen lugar en este doble plano operatorio culminan, en sus límites, en estados tales en los que las ciencias humanas o dejan de ser humanas, resolviéndose como ciencias naturales o formales (a1) o dejan de ser ciencias resolviéndose en praxis o tecnología (ß2). Pero a estas situaciones límite no se llega siempre en todo momento. En todo caso, estas situaciones tampoco son estables. Más bien diríamos que las ciencias humanas se mantienen en una oscilación constante, y no casual, en ciertos estados de equilibrio inestable, en los cuales, como les ocurría a los Dióscuros, alguno tiene que apagarse para que la luz de otro se encienda. En el cuadro adjunto tratamos de representar sinópticamente el conjunto de estas situaciones y de sus principales relaciones.

® OJO Cuadro TCC vol 1 página 211

IV. El origen y el desenvolvimiento de las ciencias positivas desde la teoría del cierre categorial.

1. Una concepción filosófica (gnoseológica) de la ciencia digna de este nombre ha de ofrecer criterios generales sobre el modo de tratar las cuestiones del origen y el desenvolvimiento de las ciencias positivas, que son las cuestiones consideradas por las disciplinas, cada vez más consolidadas, que conocemos como Historia de la Ciencia y como Sociología de la Ciencia, principalmente. También cabría establecer la recíproca: los diversos tratamientos y métodos de que son susceptibles la Historia y la Sociología de la Ciencia, así como muchos conceptos y distinciones que estas disciplinas necesitan utilizar (pongamos por caso: la distinción entre Historia interna e Historia externa de una ciencia, o bien la distinción entre Historia generalista e Historia particularizada) tienen que ver con diferentes concepciones de la ciencia. Podría decirse que los criterios que se adopten para delimitar, por ejemplo, qué va a entenderse por Historia externa y por Historia interna de la Física o de las Matemáticas, no son, salvo en la apariencia de casos extremos, meras decisiones «técnicas», filosóficamente neutras, sino que contienen implícita o ejercitativamente, una determinada filosofía de la ciencia. Determinar si Einstein leyó un texto de Mach en una edición de 1883 o en una reimpresión de 1897 puede ser una cuestión externa (irrelevante) para la historia de la teoría de la relatividad, pero no es una cuestión externa que Einstein leyese efectivamente ese texto. Que Poincaré descubriera la clave de las teoría de las funciones fuchsianas al bajar de un ómnibus puede ser una anécdota perteneciente a la Historia externa de la Matemática, pero entonces, ¿qué condiciones se necesitarán para que las circunstancias a través de las cuales, de hecho, se ha construido una parte importante de un campo científico, puedan ser consideradas internas? Newton vio (supongamos auténtica la anécdota falsa) una manzana cayendo del árbol, y la asociación de la manzana con la Luna habría desencadenado en él el primer esbozo de su teoría de la gravitación: ¿por qué sería externa o por qué sería interna esta anécdota para la Historia de la Física? ¿Pertenece a la Historia externa de la Geometría analítica el hecho de haber llegado a las manos de Descartes una traducción de los escritos de Papus? ¿Acaso hubiera Descartes desarrollado su Geometría si no hubiese leído a Papus? La circunstancia de que Priestley hubiera vivido cerca de una fábrica de cervezas, ¿corresponde a una Historia externa o a una Historia interna de la química del oxígeno? La invención de relojes mecánicos destinados a dar las horas de oración en los monasterios benedictinos medievales hizo posible la medición del tiempo en una forma imprescindible para el desarrollo de la Mecánica. ¿Corresponde el análisis de tal invención y de sus perfeccionamientos a la Historia interna de la Mecánica o sólo a su Historia externa? ¿Qué criterios hemos de utilizar para considerar internas o externas a la Historia de la Ciencia, a circunstancias que, en todo caso, se estiman necesarias para el desarrollo de la misma?

2. La idea central que queremos llevar al ánimo del lector es ésta: que la inclinación por un criterio, más bien que por otro, no es enteramente independiente de la concepción de la ciencia que se mantenga, y que es mera ingenuidad pretender (considerándose exento de cualquier compromiso gnoseológico) establecer una «línea divisoria objetiva» entre una Historia externa y una Historia interna de la ciencia o entre una Historia generalista y una Historia particularista. Recíprocamente, la concepción de la ciencia que se mantenga propiciará la inclinación a preferir determinados criterios, frente a otros; lo que demuestra de paso que no cabe disociar la Teoría de la ciencia de las cuestiones relativas a su Historia o Sociología, es decir, de las cuestiones que giran en torno al «origen y desenvolvimiento» de las ciencias.

Ateniéndonos a las cuatro grandes familias de teorías gnoseológicas de la ciencia que venimos distinguiendo, podremos constatar que, en efecto, las posiciones del descripcionismo ante la cuestión de qué sea lo interno o externo en Historia o en Sociología de la ciencia no son las mismas que las posiciones del teoreticismo; ni las del teoreticismo tendrían por qué ser similares a las del adecuacionismo o a las del materialismo gnoseológico. Simplificando al máximo, diremos que el descripcionismo y el adecuacionismo tenderán a ocupar, ante cuestiones de esta índole, posiciones relativamente vecinas y menos alejadas entre sí de lo que ambas lo están respecto de las posiciones correspondientes del teoreticismo o del constructivismo materialista.

3. En efecto: al otorgar un peso máximo (=1) a la materia de la ciencia, tanto el descripcionismo como el adecuacionismo (por lo que tienen de reconocimiento de la materia) se sitúan en disposición de interpretar como externo a la ciencia constituida a todo cuanto tenga que ver con las formas. Formas que, además, serían vistas como estructuras o superestructuras aportadas, en todo caso, por los sujetos, individualmente o grupalmente considerados. Tanto el adecuacionismo como el descripcionismo (aunque cada uno a su modo) propiciarán una distinción entre la ciencia, en sí misma considerada (en su materia, en sus sistema, en el fundamento de sus verdades) y el proceso de llegar a esas verdades, es decir, el proceso de su historia (entendida como historia del descubrimiento de la verdad y no como historia de la verdad). Sin duda, el descripcionismo podrá admitir, en algún sentido, la distinción entre una Historia externa de la ciencia —que comprende todo cuanto se relaciona con la historia de los sujetos o de las comunidades científicas— y una Historia interna. Bastaría admitir que existe un orden objetivo en los des-cubrimientos, un orden geométrico al cual habría de plegarse el orden histórico (el descubrimiento del teorema de Pitágoras sería anterior al descubrimiento de la geometría analítica).

Pero tanto el descripcionismo como el adecuacionismo tenderían constantemente a disociar, del modo más nítido que les sea posible, la verdad y la historia del descubrimiento (o del encubrimiento) de la verdad, la estructura y la génesis, el sistema y la historia, o —para decirlo con Reichenbach— los contextos de justificación y los contextos de descubrimiento científicos. En las situaciones extremas será la misma distinción entre Historia externa e Historia interna de la ciencia aquello que se manifestará como distinción superficial y capciosa, puesto que (se concluirá) cualquier historia habría de ser declarada externa al sistema científico (la expresión «Historia interna» llegará a verse como una expresión contradictoria, y la expresión «Historia externa» como una expresión redundante). La Historia de la ciencia (o la Sociología de la ciencia), siempre externa al sistema, no podría formar parte de la teoría gnoseológica de la ciencia. «La ciencia no tiene patria, aunque el científico (le savant) la tenga», decía Pasteur. De donde la necesidad de mantener a la Historia de la ciencia (o a la Sociología, o a la Psicología de la ciencia) fuera de la teoría de la ciencia, de la misma manera que la exposición sistemática de una ciencia ajustada a su orden propio (a su ordo doctrinae o, si se prefiere, a su «contexto de justificación»), deberá quedar, en todo caso, segregada del ordo inventionis, de los «contextos de descubrimiento». A lo sumo, algún contenido de estos contextos podrá ser mencionado a pie de página.

De hecho, teóricos de la ciencia de orientación descripcionista tan ilustres como Carnap o Hanson manifiestan su alejamiento por todo cuanto tenga que ver con la Historia o con la Sociología de la ciencia. Otro tanto podría decirse de los adecuacionistas. Si se supone que los Principia de Newton ofrecen el «sistema verdadero del mundo astronómico real» y, por tanto, que la norma de tales principios está impuesta por la realidad astronómica misma (como si los Principia hubieran venido del cielo, revelados por el propio Dios al genio de Newton) entonces la historia de los Principia tendrá que aparecer como externa y accidental a un sistema que se ofrece como organizado autónomamente en función de su propio campo. Sólo desde el supuesto de esa autonomía es explicable el impacto que causó la comunicación de Boris Hessen al Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y de la Tecnología celebrado en Londres en 1931, en la que planteó la necesidad de explorar las «raíces sociales y económicas» de los Principia de Newton. Hessen hizo caer en la cuenta a quienes veían los Principia de Newton como una estructura sistemática intemporal y autónoma, que esta obra fundacional reflejaba el «estado del mundo» en ebullición propio del capitalismo moderno.

4. El teoreticismo (y, en parte, el adecuacionismo, en cuanto representa un reconocimiento expreso de la función de la forma) podría incorporar un volumen de elementos históricos o sociológicos que se dan en los contextos de descubrimiento mucho mayor del que puede incorporar el descripcionismo. Se comprende que al entender a las teorías científicas como «organismos» cuya estructura se moldea con independencia de la «realidad», la distinción entre «contextos de descubrimiento» y «contextos de justificación» tendrá que ser replanteada. Propiamente no cabría hablar ahora de «justificación», al menos en un sentido positivo (se hablará de no-falsación y, a lo sumo, de coherencia); ni tampoco cabría hablar de «contextos de descubrimiento», porque el desarrollo de las ciencias habrá que interpretarlo más a la luz de la idea de «invención», incluso de creación poética o musical, que a la luz de la idea de descubrimiento. Las teorías científicas podrán transformarse las unas en las otras, o dejar paso a teorías o a paradigmas de nueva creación, sin apenas conexión con los anteriores. Por tanto, la sucesión de teorías o de paradigmas, dentro de una misma ciencia, agradecerá, cuando se la considera desde las coordenadas del teoreticismo, antes un tratamiento histórico o sociológico que un tratamiento lógico-sistemático, tan sólo posible en algunos intervalos de la construcción.

La obra de Kuhn y de sus continuadores demuestra la viabilidad de los caminos que el teoreticismo abrió a la Historia y a la Sociología de las ciencias. No se tratará ahora de poner notas históricas, psicológicas o sociológicas «a pie de página», porque la Historia o la Sociología de la ciencia pueden comenzar a cobrar un sentido genuinamente «interno». Ahora bien, es evidente que este cambio de perspectiva gnoseológica ante la Historia y la Sociología de las ciencias sólo consigue su fertilidad a condición de renunciar a las cuestiones de «justificación gnoseológica» de las ciencias. En alguna medida podría afirmarse que la incorporación masiva a las teorías gnoseológicas de la ciencia de materiales históricos y sociológicos se consigue a costa de reducir las ciencias mismas a sus contextos de descubrimiento (entendidos, es verdad, como «contextos de creación»). Es decir, a costa de reducir las ciencias a la condición de «formaciones culturales», desconectadas de la verdad. (En esta reducción reside precisamente su valor crítico.) Por otra parte, la reconstrucción histórica y sociológica de una ciencia, desde las coordenadas del teoreticismo, según sus diferentes variedades, puede conseguir dar significado gnoseológico a muchos procesos y contenidos que el descripcionismo o el adecuacionismo no son capaces de percibir. Pero la línea de frontera a partir de la cual puede determinarse en qué momento la reconstrucción histórica o sociológica comienza a tener significado gnoseológico, permanece borrosa, o simplemente es inexistente. En realidad, la teoría de la ciencia se convierte en historia de la ciencia o en sociología de la ciencia.

5. La teoría del cierre categorial no permanece muda ante los materiales históricos, sociológicos o psicológicos que tienen que ver con el proceso de construcción de las ciencias. Por el contrario, tiene mucho que decir en relación con todos estos materiales y con los diferentes modos alternativos de organizarlos con pretensiones gnoseológicas.

Ante todo, la concepción materialista de la ciencia permite llevar a cabo la necesaria re-fundición de las más importantes alternativas (o disyuntivas) en las cuales podemos considerar prisionero al pensamiento gnoseológico habitual. Me refiero (sin olvidar la alternativa de la que ya hemos hablado: Historia interna/Historia externa) a opciones tales como la tantas veces mencionada de Reichenbach, a saber, la alternativa entre los «contextos de descubrimiento» y los «contextos de justificación». Hay varias alternativas muy próximas a la que Reichenbach estableció: origen o validez de las teorías, génesis y estructura, historia y sistema, o incluso la oposición tradicional escolástica entre un ordo inventionis y un ordo doctrinae. Estas diversas oposiciones, que se solapan unas a otras, aunque no puedan considerarse ni mucho menos como equivalentes, distorsionan gravemente el análisis de las relaciones efectivas entre el proceso y la estructura de las ciencias positivas, tal como se exponen en la teoría del cierre categorial.

Desde la perspectiva del materialismo gnoseológico, en efecto, la distinción entre contextos de descubrimiento y contextos de justificación, tal como suele ser utilizada (por ejemplo, cuando se sobrentiende que el análisis de las teorías científicas en contextos de descubrimiento ha de preceder «obviamente» al análisis de estas mismas teorías en contextos de justificación) es una distinción, por lo menos, ambigua. Pues es evidente que un contexto de descubrimiento puede entenderse tanto desde coordenadas estrictamente psicológicas (extragnoseológicas y externas, en general, a todo contexto de justificación, como cuando se menciona el culebrón que Kekulé vio en su chimenea prefigurando sus anillos bencénicos), pero también desde coordenadas gnoseológicas. En este caso, ya no es tan fácil disociar el contexto de descubrimiento de los contextos de justificación. ¿Cómo podemos hablar de descubrimiento y, por tanto, de contextos de descubrimiento, al margen de su justificación?

Tenemos que reconocer que sólo si el descubrimiento ha sido ya justificado podrá propiamente llamarse descubrimiento. Este reconocimiento nos obligará a invertir el orden «natural» («primero el descubrimiento de la verdad, después su justificación») y, por tanto, a admitir que el descubrimiento sólo tiene un sentido retrospectivo respecto de su justificación, y que solamente desde ella puede alcanzar su significado gnoseológico. Hace un siglo se habló mucho del «descubrimiento» de los canales de Marte: las observaciones que Schiaparelli llevó a cabo durante los años 1882 y 1888 le llevaron a anunciar la existencia en el planeta Marte de unos canales rectilíneos, algunos de los cuales se desdoblaban en riguroso paralelismo. El «descubrimiento» se interpretó, desde luego, como prueba evidente de que seres inteligentes, habitantes de Marte, habían abierto una red de canales con el fin de encauzar las aguas de supuestos lagos y corrientes del planeta rojo que también habrían sido descubiertos. Pero, ¿podremos hoy mantener tal denominación, podremos seguir hablando hoy de los descubrimientos de Schiaparelli? Hoy sabemos que los referidos canales eran sólo ilusiones ópticas, «artefactos», y que los ríos y lagos marcianos eran también «inventos». ¿Cómo hablar, por tanto, de descubrimientos, salvo poner entre comillas el término? Sólo en el caso de que ulteriormente hubieran sido confirmados («justificados») los mapas de Schiaparelli cabría llamar «descubrimientos» a sus «observaciones interpretadas». Como la condición no se ha dado, hablamos hoy de las «ilusiones» o de los «artefactos» de Schiaparelli, pero no de sus descubrimientos. Tampoco una predicción o un propósito pueden llamarse verdaderos antes de que sean satisfechos. La atribución de la verdad a la predicción o al propósito, en el momento de ser formulados, carece de sentido. Sólo puede alcanzarlo retrospectivamente, precisamente cuando la proposición ya no es predicción o propósito: «Mañana iré al Odeón» no puede considerarse hoy como una verdad; y si el propósito se realiza, desaparecería el hoy que habría de soportar la verdad retrospectiva.

No es posible hacer una Historia gnoseológica de la ciencia más que desde la ciencia ya constituida (o justificada). Para las construcciones científicas, en particular, las «justificaciones» de un mismo teorema llevadas a cabo desde plataformas cada vez más complejas, se superponen las unas a las otras. Por ello, la Historia de una ciencia habrá de hacerse desde la perspectiva que esa ciencia haya alcanzado en sus penúltimos o en sus últimos estadios de desarrollo. No constituye un anacronismo hacer la historia de los Elementos de Euclides desde la perspectiva de las geometrías no euclidianas, o, lo que es lo mismo (para quien insista en considerar tal perspectiva como anacrónica), sólo anacrónicamente es posible escribir la Historia de la ciencia.

Será externo, por tanto, en la Historia de una ciencia, todo aquello que forme parte de otras categorías, más que de la propia categoría considerada. Esto es tanto como decir que la Historia gnoseológica de la ciencia es, en primera instancia, Historia particular (no generalista). No negamos con esto un sentido a una Historia general de la ciencia; tan sólo se lo atribuimos en segunda instancia. En general, consideraremos externo todo contenido de la historia (o de la psicología, o de la sociología) de las ciencias que no pueda ser incorporado al cierre categorial de la ciencia de referencia. Este criterio es muy útil para dirimir cuestiones de frontera con las cuales la Historia de las ciencias no tiene más remedio que enfrentarse constantemente. ¿Donde comienza la historia de la Química? ¿Acaso los alquimistas no colaboraron ya ampliamente en la organización de su campo? ¿No habría que incluirlos, por tanto, en la historia interna de la Química? Y antes aun, los metalúrgicos de la edad de los metales, ¿no deben también mencionarse como episodios internos de la historia de la Química? Así lo hacen algunos, como John D. Bernal, y con razón, hasta no disponer de algún criterio restrictivo adecuado.

He aquí el criterio que se deriva de la teoría del cierre categorial: no será posible hablar de «ciencia química» hasta que su campo no haya sido organizado a la misma «escala» de los términos, relaciones y operaciones que condujeron a sus primeros procesos de cierre. Los metalúrgicos del bronce, o los alquimistas, trabajaron en «campos reales», pero que formalmente (gnoseológicamente) no estaban «organizados químicamente». ¿Y como podrían estarlo antes de que los elementos químicos, algunos al menos, hubieran sido identificados? Esto no ocurre hasta el siglo xviii y principios del xix: el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno, el silicio, el circonio, el sodio¼ no fueron «recortados» antes de Priestley, de Lavoisier, de Berzelius o de Davy. Todo lo que precede no podría, por tanto, considerarse como contenido de la Historia interna de la Química. A lo sumo, podrán considerarse como contenidos de su prehistoria. La Historia de las técnicas que preceden a la constitución de una ciencia tampoco podrá, según el mismo criterio, confundirse con una Historia interna de esa misma ciencia. Otra cosa habrá que decir de las tecnologías que, surgidas en el seno de un cuerpo científico «en marcha», han hecho posible la constitución de nuevos contextos determinados. Por ejemplo, los tubos de vacío, que implican el control tecnológico de la energía eléctrica, pertenecen a la Historia interna de la Física nuclear, pues es por su mediación como pudieron ser «manipulados» los rayos x y los primeros fenómenos radiactivos.

Muy confusa es también la opción, tantas veces propuesta, entre Historia y Sistema, o entre orden histórico y orden sistemático, cuando se sobreentiende que el orden histórico permanece fuera del orden sistemático (lo que llevará a entender, a su vez, a la Historia de la ciencia como externa a una ciencia identificada con el sistema). Pero «orden histórico» es un concepto muy ambiguo que no cabe aclarar hasta que no se determine la escala de los términos ordenados. Sin duda, a una cierta escala (anual, biográfica, por ejemplo) la ordenación histórica de los acontecimientos puede ser externa al cuerpo de una ciencia. Sin embargo, cuando pasamos a utilizar una escala secular, la ordenación histórica podrá alcanzar un significado interno (es imposible que el modelo del átomo de Bohr hubiera sido formulado en el siglo xviii, ni siquiera en el siglo xix). Una ordenación de las diversas capas del cuerpo de una ciencia que atienda a las funciones imprescindibles que algunas de esas capas hayan podido desempeñar para que, sobre ellas, puedan haberse constituido otras capas del mismo cuerpo (y ello aun cuando, una vez consolidadas y adquiridos nuevos apoyos, las nuevas capas puedan prescindir de aquellas que le sirvieron de base) podría ser denominada «ordenación arquitectónica» de las capas científicas. Ahora bien, ¿cómo disponer el orden histórico en contra del orden arquitectónico? Luego el orden histórico, en cuanto intersecta con un orden arquitectónico, es interno a la ciencia. Y, sin embargo, no por ser interno a la ciencia, el orden histórico-arquitectónico ha de identificarse con el orden sistemático, en general, puesto que son posibles diversos modos de «sistematización doctrinal». Algunos de estos modos sistemáticos, incluso los más rigurosos (no los meramente didácticos), los modos axiomáticos, por ejemplo, no siempre son superponibles al orden arquitectónico; a veces, incluso los subvierten. Hay un orden arquitectónico en el desarrollo de la Física atómica en virtud del cual los fenómenos espectroscópicos (rayas coloreadas del sodio, hidrógeno¼) han de organizarse, en primer lugar, para que, sobre ellas, pueda constituirse la capa estructural (o esencial) que corresponde a la ciencia de los orbitales electrónicos; desde esta capa estructural, ¿cabrá segregar a los colores espectroscópicos iniciales como meros contenidos psicológicos, exteriores a la Física atómica, por decisivos que ellos hubieran sido en el «contexto de descubrimiento»? No, porque estos colores espectroscópicos siguen reclamando un lugar interno en el cuerpo de la Física atómica, a título de fenómenos. Otro ejemplo: hay un orden arquitectónico evidente entre el teorema de Pitágoras, construido sobre un triángulo rectángulo isósceles, y el teorema extendido a los triángulos rectángulos escalenos; hay también un orden arquitectónico, aun más necesario, entre el teorema pitagórico generalizado a los triángulos rectángulos (a²=b²+c²) y su extensión (transyección) a triángulos no rectángulos, mediante el teorema a²=b²+c²-2ab cosJ (que contiene a los triángulos rectángulos como una modulación específica suya, para el caso de J=90º). No podrá decirse, en este caso, que el teorema generalizado haya podido segregar al teorema clásico, que sigue sirviendo de soporte arquitectónico. Sin perjuicio de lo cual, y en virtud de una dialéctica característica, el orden sistemático, entendido ahora como ordenación de lo más general a lo menos general, se mantiene también intacto, aunque sea un orden absurdo desde un punto de vista histórico. No es menos problemática la situación que, en la Historia de la mecánica, se suscita a propósito de las leyes de Kepler, en sus relaciones con las leyes de Newton. Según el orden histórico es evidente que las leyes de Kepler antecedieron a los Principia de Newton. Pero este orden histórico, ¿tiene también un significado arquitectónico (no meramente axiomático formal)? Es frecuente presentar a los Principia de Newton como una sistematización de orden superior tal que, desde ella, las leyes de Kepler se deducen como corolarios suyos. Pero esta sistematización, ¿no es meramente abstracta-formal?, ¿logra segregar el orden histórico, o bien esto es imposible, puesto que en este orden histórico está actuando un componente arquitectónico (sólo a partir de las leyes de Kepler pueden ser probadas las leyes de Newton)? Los mismos problemas se reproducen cuando los Principia de Newton son reexpuestos en sistematizaciones más potentes reorganizadas en torno al «principio de Hamilton». ¿Cabe «arrojar» a la Historia externa de la Dinámica, como episodios segregables de su sistema cerrado, no sólo a la obra de Kepler sino también a la de Newton?

Sean suficientes estas menciones para sugerir hasta que punto la teoría del cierre categorial propicia la posibilidad de tratar el desarrollo de los cuerpos científicos de suerte que en ellos puedan reconocerse ordenes históricos internos, arquitectónicos, sin perjuicio de la posibilidad de organizar esos cuerpos según otras diferentes líneas sistemáticas. En ningún caso, sin embargo, el desarrollo histórico de un cuerpo científico, aunque sea interno, tiene por qué entenderse como un desarrollo lineal y uniforme. Tampoco hay razones para mantener la perspectiva de una historia aleatoria e irregular. El desenvolvimiento histórico de un cuerpo científico categorial, a partir de un estadio determinado, se ajusta a un orden y a un ritmo que no dependen exclusivamente de sus estadios precedentes, pero que tampoco tendrá por qué entenderse como una sucesión de fases meramente empíricas, o determinadas por circunstancias sociales (los consensos de los paradigmas). Por de pronto habrá que atenerse al orden arquitectónico. Ahora bien, los «puntos de cristalización» pueden aparecer en lugares diferentes del campo categorial, y los estímulos para esta cristalización no siempre son internos al cuerpo que consideramos en proceso de desenvolvimiento. Intereses tecnológicos o militares, intereses grupales o personales, determinados, a su vez, en un contexto social y cultural poblado por «nebulosas ideológicas» (pongamos por caso, la «nebulosa creacionista» judeo cristiano, respecto de la Física moderna), explican la variedad de lugares del campo en los que pueden determinarse esos «puntos de cristalización». En torno a esos puntos las ciencias pueden crecer en el seno mismo de esas nebulosas ideológicas que los envuelven, sin necesidad de un previo «corte epistemológico» con ellas.

¿Se dirá entonces que la historia de una ciencia está determinada desde su entorno social o cultural y que sus líneas de desenvolvimiento sólo son un reflejo de ese entorno social y cultural (lo que autorizaría a hablar, con sentido gnoseológico, por ejemplo, tanto de «ciencia alemana» como de «ciencia romántica» o de «ciencia barroca»)? El materialismo gnoseológico ofrece algunos criterios para enjuiciar tan difíciles preguntas. Ante todo, y puesto que él no presupone (como el adecuacionismo o el descripcionismo) un orden objetivo previamente dado a la ciencia misma, no tendrá tampoco por qué considerar el orden histórico efectivo como si fuera, por serlo, aleatorio. Por de pronto el orden histórico es un orden tal real y tan «legítimo» como cualquier otro; ni siquiera cabrá calificar a sus ritmos como atrasos o como adelantos (salvo que tomemos términos de referencia más o menos arbitrarios). Tampoco será necesario conceptuar el desarrollo histórico de un cuerpo científico como un mero resultado del azar de la acción de estímulos exteriores al propio cuerpo. Los cuerpos de las ciencias hay que suponerlos organizados a partir de ciertas estructuras capaces de «filtrar» los estímulos del entorno. Por ello, estos estímulos no podrán considerarse siempre como enteramente externos, desde el momento en que suponemos que han de ser asimilados y coordenados desde el interior del cuerpo científico. Por otro lado, los cuerpos científicos desarrollarán mecanismos capaces de entretejerse con otros sistemas procedentes de otros puntos de cristalización (a su vez determinados por estímulos del entorno). Y así como carece de sentido hablar, por ejemplo, de «ciencia maya» o de «ciencia egipcio-faraónica», puede tener sentido reconocer que un cuerpo científico dado haya sido determinado por un entorno social y cultural preciso (la «matemática barroca»), sin perjuicio de que ese cuerpo científico pueda universalizarse, no tanto por segregación o desbordamiento de ese entorno (como si se hubiera encontrado una puerta que daría el acceso a un mundo transfísico) sino por universalización (por imposición a los demás) del entorno mismo.

Desde el materialismo gnoseológico alcanza también un significado peculiar la situación que, en el presente, corresponde desempeñar a algunos cuerpos científicos. Mientras que en la Antigüedad o en la Edad Media las ciencias positivas (salvo la Geometría y parte de la Astronomía geométrica) representaban muy poco en el conjunto de la estructura social y cultural, en la Época moderna el desarrollo de las ciencias (al menos de algunas) ha tenido lugar en su confluencia con la revolución industrial y demográfica. Las relaciones de las ciencias positivas con su entorno han cambiado en puntos decisivos. Ha aparecido la «gran ciencia», grande por el volumen de sus recursos, de sus servidores, de sus instalaciones y, por tanto, de su dependencia de su entorno económico, social y político. Los cuerpos de las ciencias y, en particular, la investigación científica, se nos muestran ahora entretejidos con las raíces mismas del desarrollo tecnológico y social (concepto de I+D); el sabio tradicional se transformará en hombre de ciencia, es decir, en miembro de un equipo de investigación. Las interacciones entre las diferentes ciencias experimentarán un fuerte incremento («investigaciones interdisciplinares»).

Pero la novedad de esta situación (a partir, sobre todo, de la segunda mitad del siglo que termina) no autoriza a considerar abolidas o borradas las categorías, figuras e interacciones que reconocemos como características de los cuerpos científicos. La interdisciplinariedad no borra las distancias categoriales ni lleva al proceso de reabsorción de algunas ciencias en el seno de otras. Simplemente ocurre que los «hombres de ciencia» han de desplegar conductas más versátiles en lo concerniente a sus adaptaciones (parciales siempre) a los procedimientos característicos de otras disciplinas. La interacción entre comunidades científicas asignables a diversas categorías, aunque aumenta la masa inercial de los cuerpos de las ciencias interactuantes y, en consecuencia, el grado de su autonomía respecto de los respectivos entornos exteriores, sin embargo no por ello conduce a la situación de una «ciencia global» liberada de cualquier presión exógena significativa (política, cultural, sociológica) y entregada a su propio ritmo.

V. Ciencia y Filosofía.

1. El «problema de las relaciones entre ciencia y filosofía» no lo plantearemos aquí como un problema de relaciones entre dos géneros de saber previamente presupuestos, cada uno definido en sus campos propios, sin perjuicio de sus interrelaciones. El problema de las relaciones entre ciencia y filosofía lo entenderemos, ante todo, como una ampliación (por regressus) del problema de las relaciones que cada ciencia positiva mantiene con las otras ciencias, así como con la realidad que envuelve a todas ellas, limitando sus respectivos «radios de acción». Desde este punto de vista podemos afirmar que el interés por la filosofía, desde la Teoría de la ciencia, no es tanto un interés suscitado como un «complemento exterior», sino el interés suscitado desde el interior mismo de las ciencias, en tanto se limitan las unas a las otras, y son limitadas por la realidad, y en tanto que el análisis de tales limitaciones quiere llevarse a efecto por métodos racionales, aunque no sean científicos.

Por lo demás, carece de sentido hablar, en abstracto, de las «relaciones entre ciencia y filosofía», porque estas relaciones serán entendidas de diferente modo según lo que se entienda por ciencia (concretamente, para mantenernos en el horizonte del presente opúsculo, según la teoría de la ciencia escogida) y según lo que se entienda por filosofía. Ahora bien: en la medida en que consideremos filosóficas a las distintas teorías gnoseológicas de la ciencia a las que nos venimos refiriendo (la concepción descripcionista, la concepción teoreticista, la concepción adecuacionista y la concepción materialista) podremos concluir que la cuestión de las relaciones entre la ciencia y la filosofía forma parte, en rigor, de la cuestión de las relaciones entre la filosofía (gnoseológica) de la ciencia y la filosofía en general (incluyendo en esta rúbrica, más precisamente, a la filosofía en cuanto concepción del mundo, en cuanto Ontología, y a la peri-filosofía o meta-filosofía).

El enunciado titular de este parágrafo («ciencia y filosofía») lo entenderemos, por consiguiente, como una abreviatura de este otro enunciado: «relaciones entre la ciencia (tal como es concebida desde los diferentes tipos fundamentales de teorías gnoseológicas) y la filosofía en general (en cuanto incluye, más precisamente, la exposición de una concepción del mundo —de una Ontología— y de una metafilosofía)».

Una vez aceptada esta reformulación del enunciado titular podemos intentar el análisis de las implicaciones que hemos de suponer que mantiene, al menos preferencialmente, cada una de las concepciones gnoseológicas de la ciencia consideradas (en tanto ella es, por sí misma, una filosofía de la ciencia) con concepciones filosóficas más generales (ontológicas y metafilosóficas). De este modo evitaremos, al menos en un primer análisis, entrar en el camino que habría de llevarnos a plantear la cuestión de los diversos modos de entender la filosofía como condición previa para establecer los tipos de relaciones posibles entre ciencia y filosofía.

Es cierto que no tenemos por qué suponer que el regressus desde una determinada filosofía de la ciencia (tomada como referencia) hasta la filosofía en general, deba ser unívoco. Detrás de una determinada concepción gnoseológica de la ciencia podremos, sin duda, encontrar concepciones filosóficas generales muy diversas (ontologías muy diversas y concepciones de la propia filosofía también muy diferentes): detrás del adecuacionismo puede estar alentando una ontología naturalista, pero también una teología creacionista. A pesar de todo, mantendremos la suposición según la cual la filosofía de la ciencia implica, preferencialmente al menos, un cierto tipo de filosofía (de ontología y de metafilosofía). Por ejemplo, el adecuacionismo implicaría preferencialmente, por motivos de coherencia lógica (aunque también por razones más complejas), una ontología teológica creacionista (antes que una ontología materialista) así como la concepción de la filosofía como «reina de las ciencias».

En cualquier caso, daremos también por supuesto que la filosofía gnoseológica de la ciencia que cada cual «elige» no depende sólo de la visión que, a partir de su propia experiencia personal, tenga de una ciencia determinada o de varias, sino también de las concepciones filosóficas generales (ontológicas y también perifilosóficas) por las que esté envuelto.

2. Situémonos, ante todo, en la perspectiva de un científico que «dedica íntegramente su vida» a la investigación de su propia disciplina, pero que, lejos de encerrarse en ella, se asoma, en las horas de ocio, a otros campos, y aun recorre trechos más o menos largos de sus caminos. Supuestas dadas ciertas condiciones (relativas sobre todo a la satisfacción y entusiasmo de este científico ante la riqueza de las materias que las diversas ciencias ofrecen a su «apetito cognoscitivo») entenderemos muy bien por qué la «visión» que un científico semejante podrá llegar a alcanzar sobre el conjunto de las ciencias se ajustaría a los siguientes rasgos: por de pronto, la visión de la inmensidad de la «ciencia global». Decidido a internarse en los campos de las más diferentes ciencias positivas, nuestro científico verá abrirse ante si un inmenso espacio enciclopédico, de cuya inmanencia no podrá jamás salir, por mucho que adelante en todas las direcciones. Ni siquiera le «quedaría tiempo» para mirar «fuera» de esa enciclopedia, a fin de «recibir el mundo» en su totalidad. ¿Cómo podría distinguir siquiera entre el saber riguroso sobre las cosas del mundo que la Enciclopedia le proporciona con esas mismas cosas que se muestran a través de su saber científico, y no de otro (puesto que supone que el saber científico es el único tipo posible de saber)? Tratamos de mostrar cómo la visión positivista (descripcionista) de la ciencia está propiciada por el trato «desde dentro» con algunas ciencias, a las que se habrá tomado, además, como modelos exclusivos de cualquier conocimiento. Brevemente: la visión positivista radical de las ciencias, el descripcionismo cientificista, puede conducir, en el límite, a una superposición de los espacios abiertos por las ciencias con la realidad misma del mundo cognoscible. Si nuestro saber es, en un sentido riguroso, el saber que nos deparan las ciencias positivas, ¿cómo podremos pensar siquiera en la posibilidad de saber algo sobre el mundo valiéndonos de otros supuestos métodos —filosóficos, por ejemplo, o teológicos— que no produzcan saberes científicos? Un saber que no sea científico —claro y distinto, en la terminología cartesiana— no es un saber oscuro o confuso; es sencillamente ignorancia o no saber. «La filosofía no enseña nada, y nada puede aprender de nuevo por sí misma, puesto que no experimenta ni observa nada», decía Claude Bernard. Federico Engels, en el umbral de su Anti-Dühring rondaba esta misma idea: «En los dos casos [del materialismo científico de la época, que ha logrado establecer, con Kant y Laplace, la ley de la evolución de los astros, y con Darwin, la de los organismos] es este materialismo sencillamente dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que se presenta a cada ciencia la exigencia de ponerse en claro acerca de su posición en la conexión total de las cosas y del conocimiento de las cosas, se hace precisamente superflua toda ciencia de la conexión total. De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.»

Nos encontramos, en resumen, en una situación tal en la que la visión de la ciencia se autopresenta como la única visión racional y universal de la realidad, lo que significará que no cabe conceder ningún lugar a una filosofía que no sea científica. A lo sumo, podrá decirse que la filosofía queda reabsorbida en la enciclopedia de las ciencias o, aplicando al caso el concepto marxista de la «realización de la filosofía en el proletariado», podríamos añadir que la filosofía, que había sido «madre de las ciencias», ha entrado ya en el período de su agonía mediante su «realización en el conocimiento de la enciclopedia de las ciencias positivas». Al mismo tiempo, cuando se concibe el saber científico positivo de modo tan radical, será lógico concluir, no sólo que fuera de ese saber no podemos saber nada, sino que, por ello, ni siquiera podemos afirmar que quedan residuos inaccesibles al método científico: el saber científico tenderá a autoconcebirse como un saber virtualmente omnisciente, total y completo. Por análogos caminos por los cuales Hegel llegó a negar la cosa en sí kantiana y a proyectar la elevación panlogista de la conciencia al «saber absoluto», el positivista radical llegará a negar las realidades que no estén contenidas en las ciencias y concebirá a la ciencia de un futuro, acaso muy próximo, como omnisciencia. ¿Acaso el Genio de Laplace no desempeñaba, en el terreno de la ciencia mecánica, funciones similares a las que Hegel asignó a la conciencia absoluta, en el terreno del saber filosófico? Una suerte de «fundamentalismo científico» se abre ante nosotros. El científico positivista y radical dirá, en relación al campo de su especialidad, lo que Hilbert decía, en alusión al célebre lema de Emil du Bois-Reymond, y refiriéndose a su propio campo de investigación: «En Geometría no cabe el Ignorabimus.» No debe creerse que este «cientificismo fundamentalista» sea tan sólo una floración que hubiera brotado durante el pasado siglo a cuenta de la impresionante ebullición que en la época alcanzaron las ciencias positivas. El fundamentalismo científico nunca ha desaparecido del todo. De hecho resurge en los últimos años del siglo que acaba, pero este resurgimiento sólo podemos entenderlo como efecto del influjo de muy confusas ambiciones metafísicas.

El peculiar género literario que reconocemos en las obras de los físicos que ofrecen su «visión científica del mundo» es cada vez más cultivado; se admite que las diversas ciencias categoriales, particularmente las ciencias físicas o biológicas, puedan y deban ser utilizadas como instrumentos capaces de abordar la totalidad de los problemas filosóficos. Ahora bien: lo que una ciencia positiva puede ofrecer es una visión científica de su campo categorial, y no una visión científica del mundo. Sin embargo es frecuente hablar de determinadas teorías físicas como si fueran «teorías del todo» (TOE = Theory of everything). Un autor, por ejemplo, en un libro reciente (E. Laszlo, Evolución, la gran síntesis, 1987), se atreve a escribir, apoyándose (dice) en los resultados de las ciencias biológicas, físicas e históricas, lo que sigue: «Durante varios miles de años, nosotros, los sapientes, nos hemos preguntado de donde venimos y adonde vamos. Hoy, pasados unos veinte mil millones de años desde los orígenes del universo, podemos estar a punto de averiguarlo.»

La paradoja del fundamentalismo cientificista consiste en que sus proposiciones no pueden ser encerradas en ciencia alguna. El fundamentalismo constituye una reflexión sobre las ciencias, tanto en sus relaciones mutuas como en las relaciones que ellas pueden mantener con su exterioridad. Pero este tipo de reflexiones desborda el horizonte propio de cualquier ciencia (al físico, en cuanto tal, no le corresponde analizar las relaciones entre las Matemáticas y la Biología; estas relaciones, en todo caso, no pueden ser expresadas en el lenguaje de la Física). Dicho de otro modo: el fundamentalismo implica no sólo una filosofía de la ciencia, sino también una ontología (de tendencia monista, en el modelo al menos de los Enigmas del Universo de Haeckel) y una metafilosofía (una doctrina sobre la propia naturaleza de la filosofía). Y, por lo menos esta última, es errónea. Porque no se trata de un mero cambio de denominación (llamar «ciencia», en lugar de «filosofía», a la reflexión sobre las ciencias en su relación con los demás saberes), sino que se trata sobre todo de un intento imposible, a saber, la identificación de la filosofía con la ciencia, tanto da si estos métodos unificados se llaman científicos, como si se les llama filosóficos, es decir, filosófico-científicos. El fundamentalismo cientifista no anula, por tanto, a la filosofía, sino que lo que pretende es anular toda distancia entre filosofía y ciencia categorial, llamando a esa supuesta filosofía realizada «visión científica de la ciencia y del mundo». Y aquí reside precisamente lo ingenuo y acrítico de su proceder. Ingenuo y acrítico en tanto presupone, no sólo que cada ciencia «tiene la exigencia de poner en claro su posición con la conexión total de las cosas» (para usar las palabras de Engels) sino también que el conjunto de todas las ciencias daría como resultado la visión sintética «científica» del Universo. Como si el conjunto de los resultados de las diversas ciencias dibujase por sí mismo un mapa mundi armónico, como si el Ignoramus, Ignorabimus! que Du Bois-Reymond proclamó hace más de un siglo, careciese de todo fundamento. Pero la filosofía no tiene por qué entenderse tampoco como un tipo de saber científico que «va más allá» de los saberes ofrecidos por las ciencias positivas. Ante todo ha de entenderse como una crítica de las propias ciencias o, mejor dicho, como una crítica de las pretensiones que, una y otra vez, determinadas concepciones de la ciencia atribuyen a las ciencias. Crítica que no puede llevarse a cabo sin disponer de una teoría de la ciencia desde la cual pueda llevarse a efecto el tipo de catarsis que en cada momento se haga preciso.

3. Situémonos ahora en la perspectiva del adecuacionismo, en tanto comparte con el cientificismo descripcionista la valoración sustantiva (=1) de la materia como realidad que se impone por sí misma a cualquier con-formación conceptual o ideal. El adecuacionismo, es cierto, no dejará por ello de valorar la función positiva (=1) que conviene también a las formas gnoseológicas, sin perjuicio de que postule algún tipo de isomorfismo entre el «mundo de las formas» y el «mundo de las realidades». Con esto estará reconociendo ya la distancia entre una «realidad» y las diversas maneras de «entenderla científicamente». Por tanto, estará reconociendo que la conjunción de las diversas maneras de entender científicamente la realidad (según las diferentes ciencias), no constituye una manera más de entender científicamente la realidad. Se trata de «una manera global», de una manera que comportará, fundamentalmente, la tarea de coordinar (y coordinar implica ahora subordinar, jerarquizar) los resultados de las diversas maneras científicas en las cuales (suponemos) la realidad ha sido captada. Podrá seguir considerándose científica esta coordinación, pero, en tal caso, esta nueva ciencia, no será una ciencia más, sino, o bien una ciencia sui generis, una ciencia «que se busca», o bien una «ciencia de las ciencias». Es decir, es una filosofía, en el sentido tradicional.

Ahora bien, la filosofía que puede vincularse al adecuacionismo, reexpone de nuevo, en cierto modo, el ideal de omnisciencia del cientificismo, al menos si admitimos que un adecuacionismo coherente sólo puede mantenerse en el ámbito de una ontología teológica que establezca que el mundo, conocido parcialmente por las ciencias y totalizado por la filosofía, es el mismo mundo armónico que Dios, como organista supremo, ha creado desde su eternidad. La filosofía adecuacionista de las ciencias encuentra su verdadero espacio en el marco de la filosofía onto-teológica, y propicia una meta-filosofía muy precisa, a saber, aquella que, presuponiendo el significado insustituible de las ciencias positivas, reconoce sus límites y señala a la filosofía la función de coordinar y totalizar las diferentes ciencias particulares en una síntesis superior que, si no es propiamente una ciencia más, es por ser el reflejo de todas ellas. Thomas Mann expone admirablemente, en su Doctor Faustus, este modo de entender la relación entre la filosofía y las ciencias positivas por gentes formadas en la confluencia de tradiciones católicas y positivistas: «¼nos habíamos atenido a la opinión corriente de que la filosofía es la reina de las ciencias. Entre las demás, ella ocupaba, así lo habíamos comprobado, aproximadamente el lugar del órgano en el caso de los instrumentos. Los dominaba, los juntaba espiritualmente, los ordenaba y purificaba los resultados obtenidos en todas las esferas de la investigación, para hacer con ello una imagen del universo, una síntesis superior y reguladora que contenía el sentido de la vida y determinaba con lucidez la posición del hombre en el cosmos.»

4. Las otras dos «familias» de teorías de la ciencia que tenemos que considerar, el teoreticismo y el materialismo, que convienen críticamente en dejar sin efecto la sustantivación de la materia de las ciencias, se alejan también de todo fundamentalismo científico, de todo cuanto tenga que ver con la «filosofía de la omnisciencia», con la idea de que el hombre, mediante su entendimiento (científico y filosófico) «se hace, de algún modo, todas las cosas». Pero el teoreticismo lleva al extremo la crítica del cientificismo fundamentalista o adecuacionista. Al sustantivar a la forma de las ciencias, al asignar el valor 1 únicamente a la forma de las ciencias, aísla enteramente a las ciencias de su materia y las clausura en el ámbito de su propia creación. El teoreticismo no es una filosofía de la ciencia que pueda considerarse desligada, por tanto, de cualquier otra concepción filosófica: al separar a las verdades ofrecidas por las ciencias de la realidad, el teoreticismo se aproxima necesariamente hacia el escepticismo o hacia el agnosticismo. Y su alejamiento de toda sombra de fundamentalismo científico lo sitúa en la vecindad del fideísmo o, al menos, lo hace compatible con él. La ciencia no podrá tomarse ya como canon o norma de la razón, o de la existencia; importará sobre todo por su utilidad o por su belleza. La fe en lo sobrenatural verá destruidas las barreras que pretendió ponerle una ciencia entendida al modo fundamentalista. Y asimismo, quedará también abierto el camino hacia una filosofía totalmente liberada de las ataduras científicas y dispuesta a entrar en los caminos de lo inefable (al menos de lo que no se puede expresar en lenguaje científico). Si se supone que la ciencia nada tiene que decir de la realidad, y, menos aun, de las «realidades más misteriosas», lo mejor que la ciencia podrá hacer es callar ante ellas, siguiendo el precepto de Wittgenstein: «Ante lo que no se puede hablar, lo mejor es callar.»

5. El materialismo filosófico desarrolla una teoría de la ciencia, la teoría del cierre categorial, que tampoco, como es lógico, puede considerarse independiente o aislada del resto de las concepciones filosóficas, en particular, de la ontología y de la metafilosofía. La teoría del cierre categorial no puede ser entendida como una concepción exenta, compatible con cualquier tipo de ontología o de metafilosofía, es decir, de la filosofía de la propia filosofía (en relación con los restantes saberes y, muy especialmente, con los saberes científicos). Esto no quiere decir que el materialismo gnoseológico haya de entenderse ligado precisamente a algún tipo muy determinado (y no a otro) de ontología o de metafilosofía.

La teoría del cierre categorial, al proponer la «reabsorción conjugada» de la forma en la materia de cada ciencia positiva, y al hacer equivalente esa forma con una identidad sintética entre determinados contenidos de cada campo categorial, en la que hará consistir la verdad científica (que, lejos de toda rigidez, admitirá amplias «franjas de verdad»), se compromete, obviamente, con posiciones filosóficas cuyo alcance va mucho más allá del que podría atribuirse a una estricta teoría de las ciencias positivas. En efecto:

Ante todo, se comprenderá la incompatibilidad del materialismo gnoseológico con el escepticismo científico y, por tanto, con el escepticismo en general. El materialismo reconoce a las ciencias su contribución insustituible en el proceso de establecimiento de verdades racionales, apodícticas y necesarias, como tales verdades, en el ámbito de los contextos objetivos, incluso de aquellos que son cambiantes, que las determinan. En consecuencia, el materialismo gnoseológico excluye cualquier posibilidad de ver a las ciencias como «neutrales» respecto de cualquier género de dogmática mitológica o teológica que interfiera con los contextos objetivos determinantes de la verdad científica. Carecen de todo fundamento (salvo el de interés ideológico) las afirmaciones, que hoy vuelven a ser reiteradas una y otra vez, según las cuales la ciencia, o la racionalidad científica, se mantiene en un plano neutral y paralelo al plano de la fe teológico-religiosa con el cual, por tanto, y en virtud de ese paralelismo, no podrá nunca converger. Es cierto que la mayor parte de los conflictos históricos habidos entre la religión judeo-cristiana y las verdades que las ciencias positivas fueron ofreciendo —el conflicto en torno al geocentrismo, en la época de Copérnico y de Galileo; el conflicto sobre la edad de la Tierra, en la época de Buffon o de Lyell; el conflicto sobre el origen del hombre, en la época de Darwin o Huxley; &c.— fueron resolviéndose «en el terreno diplomático»; pero no porque los conflictos hubieran resultado ser aparentes, ni porque hubieran sido retiradas las conclusiones de la razón científica positiva: las que se replegaron, refugiándose en el alegorismo, o en la doctrina de los «géneros literarios», fueron las iglesias católicas y protestantes &c., obligadas precisamente por el empuje de la racionalidad científica. ¿Pueden decir estas iglesias, con verdad, que el avance de las ciencias no afecta a su fe, considerada en el terreno de su dogmática, o propiamente sólo podrían decir con verdad que el avance de la ciencia no afecta, al menos tal como podría esperarse, a su organización social? El conflicto fundamental entre las «religiones superiores» y la «razón» no se libra, en todo caso, en el campo de batalla de las ciencias positivas, sino en el campo de batalla de la filosofía. Aquí se encuentran los lugares ocupados por el razonamiento filosófico (la existencia de Dios, la inmortalidad del alma humana, que las iglesias ya no pueden ceder). Por ello cabrá afirmar que los lugares en donde los conflictos entre la fe y la razón se producen de un modo irreducible son aquellos en los que se enfrentan la filosofía materialista y la fe religiosa (disuelta, y no casualmente, en muchas formas de filosofía), y no los lugares en donde se enfrenta una ciencia positiva determinada con un dogma particular.

El reconocimiento del significado de la racionalidad científica como canon necesario para enfrentarse con la realidad, contra todo género de escepticismo (reconocimiento que implica también la discriminación entre las líneas centrales de las franjas de verdad científica y sus líneas marginales, colindantes, muchas veces, con la ciencia ficción, como pueda ser el caso, por ejemplo, de algunas teorías cosmogónicas actuales del big bang) no devuelve al materialismo a ninguna de las posiciones que pudieran considerarse más o menos próximas al postulado de omnisciencia que hemos visto planear sobre el fundamentalismo descripcionista o adecuacionista. El materialismo, apoyado en el pluralismo de los círculos categoriales mutuamente irreductibles que resultan determinados por las diferentes ciencias efectivas, puede defender la tesis del carácter finito y limitado (= no exhaustivo) de las construcciones científicas sin necesidad de apelar a instancias exteriores a ellas mismas. En esto se diferencia el materialismo del agnosticismo, que cree poder derivar la «finitud de la razón» a partir de una supuesta«fe» que nos dejaría traslucir algo del «noúmeno infinito». En efecto, desde el momento en que se reconoce que las diversas categorías científicas inciden, al menos en parte, sobre unos mismos materiales, se hace posible concluir que ninguna ciencia tiene que «agotar» su propio campo, ni tiene por qué hacerlo, para alcanzar conexiones necesarias en el ámbito de sus contextos determinantes. Con esto se hace posible también dejar de lado ciertos prejuicios jerárquicos, que se fundan en realidad en concepciones metafísicas implícitas del Mundo, según los cuales determinadas categorías científicas —señaladamente las matemáticas o las físicas— tendrían que desempeñar el papel de fundamentos o bases de todas las demás categorías científicas y, por tanto, del Mundo en su conjunto. Que el regressus practicado en el ámbito de las categorías físicas lleve a muchos físicos al postulado de un «punto originario» del universo físico, como sostienen las teorías del big bang, no implica que todas las demás categorías científicas (las categorías químicas, las biológicas, las etológicas) deban considerarse como emanación o modulación de las categorías físicas. La crítica materialista al ideal de la omnisciencia de los fundamentalismos cientificistas no procede, en resolución, de instancias exteriores a las ciencias mismas, sino del análisis de estas ciencias consideradas en sus relaciones dialécticas mutuas. Un punto de vista que era imposible adoptar todavía en la época de la «única ciencia newtoniana» —en la época de la Crítica de la Razón Pura de Kant— y que sólo pudo comenzar a madurar un siglo después, cuando la pluralidad de las ciencias, incluso su pluralidad en el ámbito de una misma categoría genérica —mecánica, termodinámica, electromagnetismo, &c.— comenzó a ser un hecho histórico. Me refiero a la época del Ignoramus, Ignorabimus! de Emil du Bois-Reymond; una época cuyo significado todavía no ha sido reconocido por quienes, desde el mito que identifica nuestro presente con una supuesta «edad postmoderna» quieren vincular este presente nuestro directamente con la Ilustración (e incluso con Kant), olvidando todo lo que se contiene bajo la rúbrica de «siglo xix»: la explosión de la pluralidad de las ciencias, la revolución «neotécnica», la explosión demográfica y urbana, los movimientos revolucionarios de radio internacional, el colonialismo y el imperialismo a escala planetaria.

La pluralidad de categorías que el materialismo reconoce en el terreno gnoseológico se corresponde con el pluralismo materialista en el terreno ontológico. Los contenidos de los campos materiales que constituyen el cuerpo de las ciencias son los mismos contenidos del Mundo-entorno organizado por los hombres: el materialismo rechaza la distinción entre «objeto de conocimiento» y «objeto conocido». Pero dado que los objetos conocidos por las ciencias no «agotan» la materia conceptualizada en los contextos determinantes, se comprende cómo las relaciones entre los diferentes conceptos científicos (sobre todo, entre los conceptos tallados en diferentes categorías) habrán de rebasar cualquier horizonte categorial, determinándose en forma de Ideas objetivas tales como la Idea de Causa, la Idea de Estructura, la Idea de Dios, la Idea de Tiempo, la Idea de Finalidad, la Idea de Libertad, la Idea de Cultura, la Idea de Hombre¼ y la Idea de Ciencia). De este modo, el materialismo filosófico puede asignar a la filosofía («académica») unas tareas que, por lo menos, pueden abrigar la pretensión de ser más precisas y positivas de las que pudieran asignársele a partir de formulaciones que intenten definir a la filosofía como una busca de «respuesta a los interrogantes de la existencia», como «meditación sobre la Nada» o como «análisis de los juegos lingüísticos». La filosofía (la filosofía del materialismo filosófico) podría definirse, en cambio, como la disciplina constituida para el tratamiento de las Ideas y de las conexiones sistemáticas entre ellas. Ideas que, en tanto brotan de las conceptualizaciones de los procesos del mundo (de un mundo que, en la actualidad, y precisamente por la acción del desarrollo tecnológico y científico, se nos ofrece como una realidad conceptualizada en prácticamente todas sus partes, sin regiones vírgenes mantenidas al margen de cualquier género de conceptualización mecánica, zoológica, bioquímica, etológica, &c.), no son subjetivas, ni son eternas, aunque son Ideas objetivas. La Idea de Dios, por ejemplo, no tiene más de 3000 años de antigüedad, y la Idea de Cultura objetiva no tiene más de 200 años.

Y como, en nuestros días, la mayor parte de las Ideas se van configurando a través de los conceptos tallados por las ciencias positivas, el materialismo filosófico no puede aceptar la concepción de la filosofía como «madre de las ciencias». La filosofía académica —es decir, la filosofía de tradición platónica— no antecede a las ciencias, sino que presupone las ciencias ya en marcha («nadie entre aquí sin saber Geometría»). Tampoco puede aceptar el materialismo la concepción de la filosofía como una «ciencia primera», como una «reina de las ciencias». La filosofía no es una ciencia, porque las Ideas, en su symploké, no constituyen una «categoría de categorías» susceptible de ser reconstruida como un dominio cerrado. El entendimiento de la filosofía como «geometría de las Ideas» es sólo una norma regulativa del racionalismo materialista y no debiera ser interpretado como denominación de una supuesta construcción efectiva.



Material creado por:

Dr. Manuel Suárez Trujillo